PENSAMIENTO Y VIDA

El Cristo glorioso

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Francisco José Arnaiz S. J.Santo Domingo

Cerrado ya el ciclo pascual de la Resurrección, es justo escribir sobre el Cristo glorioso ya que en la resurrección radica el fundamento de ese título. Desde niños hemos concluido nuestras oraciones con la solemne fórmula de “por nuestro Señor Jesucristo. Amén”. El título de Kirios o “Señor” lo emplea San Pablo 247 veces. Lucas 103, Mateo 80, los Hechos de los Apóstoles 69, Juan 43 y Marcos 18. El título, que alude al dominio y soberanía de Cristo como Dios creador y redentor, incluye el elemento de uso legítimo del poder en contraposición a su uso tiránico o despótico. Es sinónimo de dueño o poseedor. En el lenguaje coloquial expresa respeto y cortesía hacia la persona con la que uno habla. Pedro se lo tributa, de modo especial, después de la resurrección, en cuanto resucitado y glorioso. En su célebre discurso en Jerusalén, después de Pentecostés, exclama valientemente: “A ese Jesús Dios lo resucitó y todos nosotros somos testigos”. Y concluye, recurriendo al Salmo 110: “Sepa, por tanto, la casa de Israel, que Dios ha hecho SEÑOR Y CRISTO a este Jesús, al que ustedes crucificaron” (Hch 2, 32-36). A este título recurrirá también , fortalecida ya su tambaleante fe, el tozudo Tomás, el dídimo, al aparecérsele el Resucitado y recriminarle dulcemente su incredulidad. Su grito será “¡Señor mío y Dios mío!”. Con él no quiere expresar otra cosa que su sujeción absoluta a su total Señorío. Pablo lo expresa en forma de himno, tomado tal vez de una tradición comunitaria. Ve en este título la compensación justa por su humillación en la cruz. Escribe así el apóstol de los gentiles: “Cristo, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios. Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo haciéndose uno de tantos. Presentándose así, como simple hombre, se rebajó, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo encumbró sobre todo, y le concedió el título, que sobrepasa todo título, de modo que a ese título de Jesús toda rodilla se doble –en el cielo, en la tierra y en el abismo– y toda boca proclame que Jesús, el Mesías, es Señor para gloria de Dios Padre” (Filip 2, 6-11). Para Pablo este título indica también que Cristo, como Dios-hombre, pertenece al mundo y que en él encuentra toda la creación su centro y armonía. Todo esto lo expresa también en otro himno. En él desentraña teológicamente el Señorío del Jesús histórico. Por su fuerza y riqueza y por su densidad teológica es himno que se canta en la Liturgia. “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesús Mesías, que por medio de Él nos ha bendecido desde el cielo con toda bendición del Espíritu, porque nos eligió con Él antes de crear el mundo, para que fuéramos consagrados y sin defecto a sus ojos por amor, destinándonos, ya entonces, a ser adoptados por hijos suyos por medio de Jesús Mesías –conforme a su querer y a su designio–, y a ser un himno a su gloriosa generosidad. La derramó sobre nosotros por medio de su hijo querido, el cual, con su sangre, nos ha obtenido la liberación, el perdón de los pecados –muestra de su inagotable generosidad– y la derrochó con nosotros –y con cuánta sabiduría e inteligencia– revelándose su designio secreto, conforme al querer y proyecto que él tenía, para llevar la historia a su plenitud: hacer la unidad del universo, de todo lo terrestre y lo celeste, por medio del Mesías”. (Ef. 1, 3-10) La vida de todo creyente le pertenece a Jesús como Señor. “Para nosotros no hay más que un Dios: el Padre de quien todo procede y para quien somos nosotros; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por quien somos nosotros también” (1 Cor. 8,6). El dominio o señorío, del que estamos hablando, lo adquiere también, y no debemos olvidarlo, como Juez Universal. Pablo en su segunda carta a Timoteo lo dirá de sí mismo:”He competido en noble lid, he corrido hasta la meta y me he mantenido fiel. Ahora ya sólo me aguarda la merecida corona que el Señor, Justo Juez, me premiará el último día, y no sólo a mí sino también a todos los que anhelamos su venida” (2 Tim 4, 7 al 8). El reconocimiento de Cristo, como Señor, viene a ser para Pablo algo así como una confesión de fe necesaria para la salvación: “Si confesares con tu boca –dice en la carta a los romanos– que Jesús es el Señor y creyeres en tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás” (Rom. 10, 9). Hay que subrayar que el Kirios o Señor no es sólo un título del Jesús, ya exaltado después de la resurrección, sino que el mismo Pablo y por supuesto los evangelistas, se lo atribuyen al Jesús de Nazaret, al Jesús histórico. Insiste, con frecuencia, en esto San Lucas. Jesús de Nazaret no exigió, sin embargo, para sí, expresamente tal título pero lo aceptó por real y adecuado. “Cuando Jesús lavó los pies (a sus discípulos), tomó su manto y se recostó de nuevo a la mesa. Entonces les dijo: ¿Comprenden lo que he hecho por ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor y con razón, porque lo soy. Pues, si yo, el Señor y el Maestro les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros, es decir, les dejo el ejemplo para que lo mismo que yo he hecho con ustedes, lo hagan también ustedes”, (Jn 13, 12-15).

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