Dos poetas en una dictadura
Cada cierto tiempo, cuando las lluvias de mayo resaltan la humedad de los silencios, la imagen de uno de los poetas eróticos más destacados del país dominicano atraviesa cuidadosamente los charcos de la calle El Conde. Enciende un cigarrillo Crema, y busca asiento en el antiguo Jai Alai, o junto a las mesas de La Cafetera, no sin antes desalojar con un sonido agreste la flema que le produce el humo consuetudinario. Pueden notarse los brillantes amarillos nicotínicos de sus uñas manchadas por el tabaquismo. El bigote cano, flotando entre negruras blancuzcas, la camisa revuelta, con el cuello arrugado y mojado por los sudores y la humedad del día. Su paso es siempre lento, y es, sin duda, un habitante de la soledad. En ese momento es un envejeciente, pero como hoy, sigue siendo, junto a poetas como José Enrique García y el olvidado Premio Siboney Manuel Marcano Sánchez, Medar Serrata, poetas con ensoñaciones en las que la palabra suave y las fábulas del espíritu no se avejentan creando sitio fonético y gramático para el amor. Sobre Manuel Valerio he escrito sin haber nunca recogido en mis libros mis meditaciones sobre su personalidad, y sus pocas palabras siempre salidas del eco de un corazón angustioso, porque se veían en sus ojos frases completas, metáforas de un sueño que nunca sería transformado en letras de cajón. Venia de la poesía sorprendida. En uno de los números de aquella revista insustituible viene, en la foto grupal en la que aparece Andrés Bretón, la imagen de Valerio habla de una tortura interior sustentada por espíritus perturbadores que al final de su vida lo coparon, y le llevaron a la muerte delirante en un sanatorio dominicano. Sus últimos años estuvieron sombreados por una locura mansa que le permitía penetrar en los mundos astrales, describir escenas oriundas de su imaginación fértil, y hablar con los elementales, pequeñas formas del más allá que nunca tendrían, según él, corporeidad ni valor para, como lo dijo Gustavo Adolfo Bécquer, “poderse presentar decentes en la escena del mundo”. Su padre había sido asesinado por la dictadura cuando aún era un niño en su natal Santiago, y aquel crimen lo marcó para siempre, convirtiéndolo en un ser intra-humano, contrario interiormente a lo que pudiera parecerse a la calma que desde afuera proyectaba. Cuando escribió los poemas de “Sitio para el amor”, pasó definitivamente a formar parte como creador de formas poéticas donde el erotismo se divinizaba. Sin embargo, y así sigo considerándolo, el silencio ignorante de maestros y estudiosos ha llenado de olvido la gigantesca figura de Valerio. Con Antonio Fernández Spencer y Ramón Emilio Reyes frecuentábamos la amistad silenciosa de Valerio en los años finales de la década de 1950. Manuel Llanes, otro misionero del silencio, autoproclamado “Buda viviente”, unía su inteligente parquedad en el hablar a los silencios del poeta Valerio. El diálogo monosilábico, misterioso y persistente nos llevaba a una especie de idioma sin fonética, rico en gestos, en el cual Valerio se ganaba los lauros. Sus monosílabos aprobatorios como el “ujum”, o críticos como el “ejem”, daban vida o muerte a una conversación en la cual poníamos los argumentos y Valerio las aceptaciones y rechazos con no más de una palabra. “Es que cuando uno calla y asiente parece más sabio. El silencio nos hace parecer más cultos”. Las frases de Llanes, el autor de dos poemas que debieran labrarse en mármol, como son El Fuego y El Tren, eran búdicas. Sus ojos globulosos permitían que se comprendiera por qué lo de Buda, aparte de que su lento andar, sus sacos o americanas donadas por algún amigo y su afán de despreciar las cosas materiales, “elevaban” su rango espiritual. Hay una filosofía al modo platónico en lo que decía Llanes. Era como si Sócrates, envuelto en nubosidades tropicales hablar a través de él, frases sobre experiencias vitales que copié en algún cuaderno, pero que en ocasiones recuerdo claramente. “El tren es como el tiempo, pero sin maquinista”, me dijo un día, cuando definía su poema del mismo nombre; “el fuego es la continuidad de todo lo caliente”, frase que se compara con la que encabeza el libro Todos los fuegos el fuego, de Cortázar, para esa época más traductor que cuentista. Para hacer énfasis en una especie de “pordioserismo” intelectual que nunca concretó, burlonamente te preguntaba si tenías algún verso sobrancero, “algún verso que no vayas a usar, pues estoy recopilando algunos con la finalidad de ver si puedo usarlos en mi próximo poema”. Sonreía maliciosamente, nunca asomaba en su rostro la carcajada, cuando concluía: “Sabes que según el proverbio una limosna no se le niega a nadie”. Figuras del ensueño, Valerio y Llanes son para mí íconos de un absurdo social que el fondo tenía al sabor del descontento y a la sátira contra la dictadura. Para Valerio dada su vida huyente de todo lo dictatorial, el silencio era más elocuente que la palabra, para Llanes la metáfora y sátira que se contenían en su tropical concepción como “Buda viviente” era el discurso de la inconformidad. Pedir un verso prestado era la cumbre de la humildad poética, y considerarlo como propiedad asimilada, podía significar que a fin de cuentas, aunque la dictadura fuera la dueña del país, nadie, ni siquiera el dictador, era dueño de nada. Cuando llegan las lluvias de mayo la imagen de estas dos figuras se yergue y busco en el recuerdo de su diálogo silencioso y filosófico a la vez, (canasta de gestos), el sentido del absurdo en los tiempos de la dictadura.