Como un Padre inmenso y querido...

No prueba nada contra el amor, dijo el poeta, que la amada no haya existido jamás, es decir que es el amor por sí mismo la fuerza maravillosa que mueve el cielo y los astros, como nos aseguró Dante. Puede o no existir la amada, el objeto de fijación de su amor pero ella no garantiza que el amor a su vez exista, sin embargo el amor existe no importa que no exista la amada. El amor puede inventarse la amada y la creación que puede ser sublime o pasmosamente material, no es imprescindible para que el amor se exprese. La idea reiterada de que el amor es comunicación afectiva con el otro es cierta pero no es absoluta, puede vibrar el amor sin fines, puede recrearse en la imaginación, puede inventarse la amada, y sus efectos tienen la misma dimensión y gravitación para el amor que los que se articulan a través de una experiencia directa hacia otra persona. El poeta dijo además que “todo amor es fantasía, que él inventa el año, el día, la hora y su melodía, inventa el amante y, más, la amadaÖ” ¿Pero es el amante una invención también del amor? El amante no es el amor permanente sino la posesión episódica del amor en diferentes etapas, lo prodiga por encanto, por simpatía, por seguimiento obsesivo y finalmente lo contamina. No era el amor, era un canal de filigranas del amor, de destellos, demasiado estado leve para arribar al árido promontorio de la propia condición humana, sin deteriorarse en la frecuencia puntual de las miserias de los egos. Pero hablamos del amor reciproco donde los dos se inventan y vale la cita de demiurgos lo que vale la duración del encanto. El pesar por el desfallecimiento de los inventos no debe tener un acento de fatalidad, los propios fantasmas envejecen y mueren también en la dimensión donde habitan, no escapan a las leyes misteriosas de la vida que sigue siendo vida cuando la vida que conocemos termina. Un viejo fantasma es una curiosidad dinosáurica, no común. Hasta en los antiguos castillos medievales o en las casonas neblinosas de Londres, los fantasmas se van muriendo y finalmente los reemplazan nuestros miedos que mueven energías y cachivaches. Pero el amor de un demente en un instante de ternura, de lengua muerta desconocida o el culto a una imagen veneranda, puede ser amor tan puro y genuino como cualquier otro. No es la digitalización del evento sino la fuerza en sí misma que plasma arrebatos y logra un sentido provisional de vivir por algo, lo que le otorga al amor su barniz de felicidad. Una mentira que no tiene consecuencias fatales puede ser una verdad provisional, partiendo de que son las consecuencias de los actos y las palabras las que desmeritan o validan una acción verbal o física. Finalmente una mentira venial o piadosa y una verdad tangible, tienen un mismo derrotero, son inventos de otro invento mayor, la realidad, esa exterioridad fulgurante que se escapa estatuida en un calendario inasible. Los grandes acontecimientos, las pautas cardinales de la vida no ocurren, no se establecen fuera sino dentro de nosotros mismos. Romeo se dislocó en el amor y convirtió una pasión en ente absoluto de vida, desbordó el encanto e idealizó una visión del amor que es patología. Su devoción por Julieta probablemente agigantada por la tragedia, se hubiese disminuido de todas maneras si Shakespeare, hubiese prolongado la obra varias cuartillas más, si en el mundo del tiempo interno del texto, los personajes hubiesen vivido más páginas. El amor es maravilloso si se comparte y se vive simultáneamente hasta que el magnetismo de los egos lo destroza o hasta que la realidad virtual, toda la realidad es probablemente virtual, lo deshace. Pero el amor es la única fuente de salvación individual o colectiva. Ahora que la ciencia avanza quizás podríamos identificar en el mapa genético la confluencia química que extienda ese estado de gracia y nos reintegre al paraíso, no sólo química sino y sobre todo espiritual, venciendo su debilidad y apego indebido al pudridero de la materia, espejismo ruin que oculta la muerte. El soldado detenido en un campo de concentración que se paseaba feliz en medio del terror y el genocidio, con un imaginario piano diminuto de madera pegado a su oído, todo el día, era probablemente considerado como un loco, pero disfrutaba de los mejores conciertos de música, los oía nuevamente, danzaba con sus sonidos, alcanzaba sus mejores momentos, se exiliaba del mundo cautivo, y anidaba el amor en su alma porque sólo con amor se fuga uno del infierno. El soldado prisionero inventó toda su fantasía y la depuró para trascender. Su demencia era egoísta pero no tenía consecuencias fatales, era de una generosidad provisional, capaz de reconciliarse en la esplendidez de su alma en el balance final del amor. Porque ni el odio ni el dolor se anidaron en su cabeza, sino la música aquella que liberaba su vida de la propia muerte. Es el amor lo realmente importante, él se encarga de crearlo todo y de componerlo todo, de forjar la compañera, de rehacer el mundo dañado, de reencontrarnos con lo perdido, de recuperar la divina entrada al mundo y de hacer más justa la eternidad, de ir creando a Dios por los cielos hasta que Dios aparezca apremiante y fabuloso como un Padre inmenso y querido.

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