De cerca
Lecciones de la resurrección sobre el arte de renovarnos

Celeste Pérez.
Al referirme al significado profundo de la resurrección de Jesús, no puedo evitar pensar en la poderosa invitación que encierra sobre la posibilidad de comenzar de nuevo, sin importar las veces que sea necesario. La imagen del sepulcro vacío no solo representa la victoria sobre la muerte, sino también una promesa viva de transformación, de renacimiento, de esperanza.
Jesús sabía que la cruz no era su final. Lo repitió una y otra vez a sus discípulos, aun cuando ellos no lograban comprender. Su confianza en el propósito del Padre le permitió atravesar el dolor con fe. Y en ese acto hay una lección que he vivido muchas veces en mi vida personal y profesional: lo que parece ser el final... es apenas el inicio de una nueva etapa. La vida lo confirma constantemente.
Me viene a la mente el pasaje de Job, ese hombre justo que lo perdió todo: familia, salud, bienes, prestigio. Y, aun así, cuando todo parecía terminado, Dios lo restauró. No solo devolviéndole lo perdido, sino multiplicándolo. Job entendió que la prueba tenía sentido, que el sufrimiento no fue en vano, y que cada pérdida escondía un propósito mayor.
En lo personal, creo que todos vivimos en diferentes etapas nuestras propias “muertes simbólicas”: momentos de quiebre, de silencio, de oscuridad, de dolor. Pero la resurrección de Cristo nos enseña a no desmayar. A detenernos, sí. A llorar si hace falta. A preguntarnos. Pero también, a seguir. A perdonarnos, a sanar, a reconciliarnos con nosotros mismos y con los demás.
Renovarse requiere valor. Significa mirar de frente la herida y decidir no quedarse en ella. Es perdonar incluso cuando no hay disculpas. Es reconstruirse, aunque algunas piezas no vuelvan a encajar igual. La resurrección me recuerda que es posible levantarse después del peso de la cruz. Que siempre habrá una piedra que pueda rodarse. Que hay amaneceres después de las noches más largas.
Hoy, elijo ver la resurrección como un acto personal de fe y de vida. Como una invitación diaria a resucitar dentro de mí. A no dar nada por perdido. A confiar en que aún en los silencios, Dios está obrando. Porque si Cristo resucitó, nada está definitivamente perdido. Ni los sueños, ni los vínculos, ni las posibilidades de un mañana más bonito… Y esa esperanza, para mí, lo cambia todo.
¡Hasta el lunes!