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Un deseo: ¡Qué mis hijos tengan los padres que yo tuve!

Paradójicamente los hijos nos convierten en personas fuertes, pero son nuestra mayor debilidad. El amor que sentimos por ellos, inexplicable y sin medida, puede convertirlos en entes sociales desbordados de virtudes, pero también en seres egoístas. Amar no es sinónimo de complacer, pero a veces lo entendemos tarde y no reparamos en el daño que podemos causar en su desarrollo al darles todo lo que piden.

Nadie me lo ha contado. Lo he vivido. Ante un “quiero tener tal cosa”, muchas veces he corrido a cumplir sus peticiones como si fuera una orden, y erróneamente he caído en la trampa amparada en la frase “para que tenga lo que yo no tuve”.

Educar es complicado

“Solemos educar bajo nuestros miedos y carencias”, dice una amiga psicóloga. Y esto nada tiene que ver con un obsequio porque sus notas han sido excelentes o ha cumplido alguna meta con esfuerzo y constancia. Me refiero a la odiosa cultura de darles todo a nuestros hijos en cualquier contexto solo para que no lloren, no hagan alguna rabieta o no se pongan tristes. ¡Pues no!, qué aprendan a manejar su enojo, la frustración, la tristeza. Qué tengan claro que tenerlo todo es una vida irreal que de adultos será más difícil de entender.

Con dolor he aprendido que la educación responsable implica decir muchas veces no; y enseñar a nuestros hijos que hay que ganarse el privilegio de tener las cosas. Complacerlos siempre los convierte en niños groseros, déspotas, indolentes, poco empáticos, y probablemente superficiales, así tan feo como se lee. Por lo que siempre será mejor educarlos desde el amor, pero con límites para que se conviertan en personas de valores. Así aprenden del sacrificio que lleva ganarse lo que obtenemos, una lección que les servirá a lo largo de su vida.

A tiempo

Si entendemos que les estamos dando demasiado sin habérselo ganado, es momento de parar y buscar alternativas de crianza positiva. Cuando miro atrás y recuerdo mi niñez, mi mayor deseo es que mis hijos tengan lo que yo tuve. Unos padres que me enseñaron los límites del respeto, que me obligaban acostarme a las diez en tiempo de escuela, que me hacían leer un libro cada 15 días, revisaban a diario mis tareas, me asignaban trabajo doméstico, no me dejaban dormir en la casa de ninguna amiga, y sin importar cuantas rabietas hiciera tenía que obedecer las reglas. Así aprendí a madurar, a manejar mis emociones y a tener paciencia. A ellos les agradezco los valores que tengo, esos que quiero transmitirles a mis hijos. ¡Hasta el lunes!

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