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CRÓNICA LIGERA

El valor del silencio

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Ana Mercy OtañezSanto Domingo

Todos los que me conocen saben que soy bullosa y parlanchina. El ruido forma parte de la idiosincrasia de los dominicanos, pues somos expresivos a más no poder y con algarabía, gritos y mucho sonido manifestamos nuestras emociones. Sin embargo, vivimos rodeados de un bullicio que se da mayormente en las ciudades que giran en torno al desarrollo de su gente y lo que vivimos en las calles, en el trabajo, a través de algunos medios de comunicación, con los vendedores ambulantes, en el sonido de las bocinas de los vehículos, en quienes circulan a pie con megáfonos en mano, en nuestro entorno y dentro de nuestra propia familia.

Siempre he sido la más bullosa de mi casa. Pero debo reconocer que muchos de los problemas y las complicaciones que los seres humanos tenemos en la vida, están rodeados, en la mayoría de los casos, por mucho ruido, que traen y que llevamos dentro. ¿Cuándo el silencio fue necesario? Me volví muda, callada, reservada y discreta de golpe, cuando se me movió el piso y la aceptación me sacó a camino, lo inesperado me trajo un silencio inconsciente. Yo lo manifesté en mi entorno personal, en el laboral me era imposible.

El mutismo, trae grandes tesoros que bien llevados nos ayudan a encontrarle sentido a lo que estemos enfrentando. El silencio en mí tomó un gran valor, cuando aprendí a aplacar mi alma y a dirigir mi corazón, dejando detrás decenas de interrogantes sin respuestas inmediatas y domando mi ego. No por decisión me volví una persona silenciosa, sino que Dios me dio la sanidad de mi espíritu, cuando en silencio pude aplacar mi dolor, domar mi ira, encontrar tranquilidad en el medio de la turbulencia y pude esclarecer mi mente, enfocándome con determinación a las situaciones de salud que marcaban mis díasÖ

También, tuve que acudir al silencio cuando descubrí la falsedad cotidiana que se viste de amistad, sociedad o hermandad. ¡Si! Así también descubrí muchas de las consecuencias de cada una de mis acciones. De la confianza mal depositada, las acciones mal interpretadas, los amores en una sola vía y quienes aman más tu posición laboral o social, aún siendo esta pasajera.

En silencio me juzgué y también lo hice a otras personas. Tildé mal muchas de mis acciones y enfrenté algunos descuidos. Fué en silencio que pedí perdón al Todopoderoso y así también me perdoné yo. Porque solo el silencio se convierte en un compañero ideal cuando tocas fondo, cuando estás herida o cuando crees que el mundo llegó a su fin para ti, entonces es el silencio el elemento fundamental para que la mente logre llevarnos al autoanálisis, con el propósito de develar nuestro estado emocional, nuestra situación o el verdadero status de los problemas que nos atormentan, porque sólo así la tranquilidad encuentra camino interno y nos ayuda a ver un horizonte de posibilidades a la que llamamos solución.

Cuando el silencio se convierte en meditación damos inicio formal a la aceptación de enfrentarnos a nuestros problemas. Es en su práctica donde podemos acceder a nuestro yo, permitiéndonos vernos como realmente somos, lo que nos ayuda a paliar los efectos de las perturbaciones cotidianas. El silencio y el tiempo se hermanan y se convierten en una excelente cura para las heridas del alma. En estos tiempos de vanidad, nuevos estilos de vida y estridencias, el silencio es un bálsamo para las emociones, pues este no es una renuncia a enfrentarnos a la realidad sino una pausa que nos allana el camino a la reflexión. De ahí el refrán: “Hay silencios que dicen más que mil palabras”. En silencio grité más duro mi dolor y aprendí su valor cuando me aparté del ruido y me callé de mis pensamientos.

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