EE.UU.

Trump no ha podido golpear el coronavirus en su país

La imprevisible elección del presidente Donald Trump reescribió las reglas de la política de Estados Unidos. El mandatario pudo redefinir la presidencia, pero no le ha hecho ni cosquillas a la pandemia de coronavirus.

Su manejo de la crisis de salud está demostrando ser una carga para su campaña mientras pide a los votantes que lo elijan para un segundo mandato de cuatro años, por lo que el peor enemigo de Trump podría ser Trump mismo.

El presidente ya ha pasado más de tres años desafiando la historia y la ortodoxia en un espectáculo caótico que ha dominado el discurso nacional y ha involucrado a ambos bandos de un país enconadamente partidista.

En momentos trascendentales a lo largo del camino —en discursos programados, improvisados y en cambios de rumbo político largamente buscados— Trump ha redefinido la forma de gobernar desde la Casa Blanca, pero la noche del 11 de marzo de 2020, la presidencia de Trump cambiaría para siempre.

“El virus no tendrá ninguna posibilidad contra nosotros”, dijo Trump a los estadounidenses esa noche.

Cinco meses después, el coronavirus ha matado a más de 175.000 estadounidenses y ha dejado a decenas de millones sin empleo. Ahora, mientras Trump se prepara para aceptar nuevamente la candidatura presidencial republicana el jueves próximo en una ceremonia en la Casa Blanca, deberá tratar de convencer a un electorado que ha desaprobado en gran medida su manejo de la pandemia, diciendo que él no tiene la culpa, que merece otro mandato en los comicios de noviembre próximo y que todo el caos ha valido la pena.

“El futuro de nuestro país y de hecho nuestra civilización está en juego el 3 de noviembre”, dijo Trump el viernes.

Durante todo su mandato Trump ha sometido a Washington a su voluntad, pero ahora la crisis de salud pública es una prueba de fuego política. Ha estado a la cabeza de una economía en auge —aunque estratificada— y presume de que él la creó. Ha vuelto a forzar la contienda electoral al centro del debate nacional, utilizando a la policía federal para imponer su punto de vista. Se ha malquistado con los aliados históricos de Estados Unidos en el mundo y ha cambiado la forma en que el mundo ve a Estados Unidos.

Un virus nacido en China arrasaba Europa y llegaba a las costas de Estados Unidos. Los mercados mundiales se estaban derrumbando, los hospitales se llenaban, las ciudades establecían encierros. El día en que el coronavirus fue declarado oficialmente una pandemia, el estimado actor Tom Hanks anunció que había dado positivo. La NBA interrumpió su temporada.

Y apenas por segunda vez como presidente, Trump se dirigió a la nación en un discurso formal desde el Despacho Oval. Habló despacio, con la voz entrecortada, y parecía inseguro de qué hacer con sus manos.

Estados Unidos, dijo a los estadounidenses, “derrotará rápidamente a este virus”. Pero, en todo caso, el discurso de Trump no salió bien: La Casa Blanca tuvo que corregir errores significativos a los pocos minutos de la conclusión del mensaje.

Y desde entonces, el virus ha demostrado ser inmune a sus tuits de tono intimidatorio o a su capacidad de dictar los textos noticiosos que desfilan en la parte inferior de las pantallas en las cadenas de cable. El virus ha cambiado la política norteamericana, despojando a Trump de su argumento más potente para la reelección —una economía fuerte— y de los lugares desde los cuales ensalzarla, ideales para sus estridentes actos de campaña electoral.

“Históricamente, el poder de la demagogia disminuye cuando los eventos sísmicos sobrepasan el momento existente”, afirmó el historiador presidencial Jon Meacham. “Pearl Harbor aplastó el lema de ‘Estados Unidos Primero’... La pandemia puede haber sido el cambio sísmico, el desafío mental que termine con el atractivo de Trump más allá de su base principal de votantes”.

Hasta ahora, una de las mayores habilidades de Trump como político ha sido erigir y afirmar su propia realidad política, yendo de un titular noticioso a otro, aparentemente capaz de esquivar escándalos que probablemente habrían terminado con la carrera política de cualquier otro.

Su campaña para las elecciones de 2016 fue un caos y sin embargo funcionó, en parte debido a la impopularidad de Hillary Clinton, así como a ayuda, tanto externa (Moscú) como interna (el entonces jefe del FBI James Comey). La investigación sobre la injerencia de Rusia en su campaña lo siguió durante sus primeros dos años en el cargo. Su respuesta: un ataque implacable desde la Oficina Oval de la Casa Blanca contra los investigadores y sus propias agencias de inteligencia.

Al final, el fiscal especial Robert Mueller no pudo concluir que Trump hubiera conspirado con Moscú para interferir en las elecciones, pero tampoco exoneró al presidente de posibles cargos de obstrucción de la justicia. De todas maneras, Trump clamó haber logrado una victoria total. Varios ayudantes clave terminaron con declaraciones de culpabilidad, pero el presidente salió relativamente ileso, apenas lo suficiente como para entrar en otra vorágine por pedir ayuda extranjera: esta vez su solicitud al gobierno de Ucrania para que investigara información política posiblemente dañina sobre su próximo oponente demócrata, Joe Biden.

De alguna manera, la respuesta de Trump logró bloquear el sol con un dedo, y el tercer juicio político de un presidente en funciones pareció más una palmadita en una nalga.

De nuevo, Trump había sobrevivido, pero el día después de su absolución también trajo un hito siniestro: la primera muerte de COVID-19 en la nación.