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Regreso a casa desde un desértico Nueva York

En uno de los últimos vuelos destino Madrid previo al cierre de fronteras de Estados Unidos, un pequeño grupo de españoles mira las pantallas del JFK de Nueva York con preocupación tras ver que varios vuelos a Londres han sido cancelados.

Casi todos están ataviados con guantes y mascarilla, pero con la falta de costumbre de quien no se espera vivir una pandemia global a 5.000 kilómetros de casa. Muchos se siguen tocando la cara con las manos, se destapan boca y nariz para hablar o se ponen el teléfono en la oreja después de toquetearlo.

La escena transcurre con la falsa normalidad inquietante que ha impregnado todo en las últimas semanas desde la propagación del COVID-19. En el metro neoyorquino, por ejemplo, los transeúntes experimentan la titánica tarea de montarse sin tocar nada y buscan vagones semivacíos para evitar el contacto físico que hasta hace unos días era marca de la casa del servicio de trenes.

Dentro del subterráneo, un poco de todo: gente con mascarillas desechables, algunas con filtro, las buenas, también personas con guantes, otras que se cubren con bufanda o bandanas y un buen número de valientes inconscientes dispuestos a viajar a pelo.

Y encima del metro… Nueva York. Sin más presencia policial o militar que cualquier otro día. Pero la ciudad bulliciosa y vital ha dejado atrás esa faceta para convertirse en la urbe sin apenas tráfico y gente para la que Hollywood nos lleva preparando toda la vida.

Casi sin vehículos en la quinta avenida, con Times Square desértico, pero sin los plomos bajados y con las pantallas aún en marcha. Es difícil saber si contemplar la emblemática estampa sin casi nadie alrededor ayuda a calmar la sensación de distopía o la alimenta.

Todos los comercios han bajado sus persianas y en las calles de la Gran Manzana no hay prácticamente nadie que cargue sus enormes cafés de camino al trabajo.

Es una ciudad que definitivamente no parece Nueva York y a la que dejo, en parte, por la sensación de que su sistema sanitario tiene todas las papeletas para colapsar y fracasar, especialmente después de demostrar una capacidad escasa para garantizar los tests de detección del virus a quien lo necesite y no solo a los más ricos.

En medio del que es, probablemente, el acontecimiento que más vaya a cambiar nuestra manera de concebir el mundo desde los atentados del 11-S, y al que hay que sumarle una nueva crisis económica global, la situación preocupa especialmente a trabajadores como Hassan, que conduce uno de los pocos autos que aún navegan por las calles de Nueva York, un Uber que a las dos de la tarde solo ha transportado a tres clientes.

El conductor, que ha ideado en su vehículo un rudimentario sistema a base de plástico y cinta aislante para evitar contagios, se despacha durante el trayecto entre duras críticas y algún que otro insulto a Donald Trump. Acaba sus quejas tras señalar que es muy difícil que una cuarentena forzosa como las de Italia o España pueda tener lugar en Nueva York, donde a su juicio las personas van muy a lo suyo y son demasiado individualistas.

Puede que Hassan esté en lo cierto. Y la manera de los empleados del aeropuerto, casi sin medidas de protección, de gestionar el control de seguridad, algo caótico y con el resto de viajeros demasiado cerca, le dan la razón.

Allí, en el JFK, el vuelo de Iberia con destino Madrid sale semivacío y sin problemas con la noble tarea de trasladar a un puñado de españoles de vuelta a casa.

En Barajas, los duty-free y restaurantes cerrados dan sensación de ser las tres de la mañana. Pero son apenas las 10 y, por si había algún despistado, los equipos de limpieza trabajando a destajo y el alto número de militares y policía te recuerda el estado de alarma.

Todo transcurre en calma y algunos viajeros se dispersan hacia la zona de tránsito para coger otros vuelos. No hay mucho ajetreo y el embarque con destino Tenerife Sur va como la seda. El avión opera con un tercio de ocupación y transporta también a varios niños que alegran el viaje. O no tanto si alguien buscaba dormir.

Varios miles de kilómetros después, una declaración de responsabilidad, una toma de fiebre y un viaje por autopista que se hace largo, llegar a casa y comprobar que Santa Cruz de Tenerife un jueves en estado de alarma y cuarentena forzosa no es muy distinta a Santa Cruz de Tenerife un fin de semana cualquiera. Vacío.