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¿QUIÉN ESTÁ EDUCANDO AL PUEBLO?

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

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Maruchi R. de ElmúdesiSanto Domingo

Domingo de Ramos. Un día de alegría para el Señor, que lo reciben en Jerusalén montado el en un borrico, agitando palmas en las manos, alegrando al Mesías al que había de venir, al Salvador de mundo. Los mismos que en unos días más tarde, lo estarían crucificando, con los gritos de esos mismos que lo recibían con palmas y aleluyas. ¡Cómo es el pueblo de voluble!

Vamos en este año de pandemia a poner en nuestras puertas, ramas, como señal de que somos católicos y a pesar de no poder salir fuera en procesión, al menos recordar que el Señor, es nuestro Dios y Señor, y somos sus testigos.

En la primera lectura Isaías nos recuerda su profecía: “El Señor me ha abierto el oído; y no me he rebelado ni me he echado atrás. Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos. Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido, por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado”.

Jesús conocía las Escrituras y sabía lo que le esperaba, sin embargo, no dudó en entregarse por nuestros pecados. Él es nuestro Rey y Salvador.

El Salmo de este día es el Salmo 21 que recita Jesús en la cruz cuando es crucificado y es el que la gente pensaba que estaba diciendo a Dios que por qué lo había abandonado. Él sabía que siempre contaba con su Padre, y este Salmo contiene todo lo que le hacen a Jesús en su crucifixión: “Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos ven corriendo a ayudarme”. Él sabía que Su Padre siempre estaría a su lado. Por eso, como dice la segunda lectura, “se rebajó a sí mismo, por eso Dios lo levantó sobre todo, y lo concedió el nombre sobre todo nombre”, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble -en el Cielo, en la Tierra, en el Abismo-, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor! para gloria de Dios Padre.

En el Evangelio, Jesús pone a las claras al que lo va a entregar diciéndole: “Tú lo has dicho”. Esa noche es cuando instituye dos sacramentos: el del Orden y el de la Eucaristía. Estos sacramentos no son inventados por la Iglesia, son obra del mismo Jesucristo el Señor. El de la Eucaristía cuando con el pan y el vino les dice: “Este es mi cuerpo” y luego con el vino dice: “Esta es mi sangre, sangre de la Alianza derramada por todos para el perdón de los pecados, que no volveré a beber con ustedes, hasta que me encuentre en el Reino de Mi Padre”. Y el del Orden cuando les dice: “Hagan esto en memoria mía”. Gracias, Señor, por confiar en nosotros, no te defraudaremos. ¡Amén!

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