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REALIDAD Y FANTASÍA

Emma y el maremoto

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María Cristina de CaríasSanto Domingo, RD

(A doña Vilma Benzo de Ferrer, quien quiso saber lo que hizo Emma durante el suceso)

Los acontecimientos, no sé si surrealistas o producto del realismo mágico, se han apoderado de nuestra imaginación y de nuestro estado anímico.

En estos días cualquier cosa puede pasar, cualquier cosa, ¡incluyendo un maremoto!

Yo tenía entendido que el fenómeno del maremoto era provocado por un movimiento sísmico, por lo general en el fondo del mar o cerca de este.

Nunca oí de un “maremoto anunciado”, claro que esto fue en otra época, antes de que nos coláramos por el agujero que se le hizo a la realidad y nos encontráramos sumergidos en la fantasía o la magia, como quiera llamarse a estos tiempos de comienzos del milenio.

Cuando sonó el teléfono, a las cuatro de la mañana, repiqueteó largo rato. Rafa se levantó soñoliento y de malhumor. La llamada era para Emma. De mal talante fue a despertar de su profundo sueño a mi abnegada cocinera.

Los gritos de Emma me sacaron de la cama; mi cocinera, con los ojos desorbitados, me anunció ¡el maremoto!

Rafa se encogió de hombros y se dirigió a su cuarto, pero ante el repiqueteo del teléfono, se detuvo a contestarlo. Después de escuchar por un momento, hizo el segundo anuncio del “maremoto” con tono incrédulo. Como mi teléfono también empezó a sonar, no tuve más remedio que contestar. Era una de mis hijas, conminándome a abandonar la casa y ponerme a salvo. Ante mi negativa, quiso hablar con Emma. Mi cocinera color chocolate me tomó por una mano y me arrastró fuera, al jardín. No valieron mis protestas; solo se detuvo ante la reja con candado. Ante ese obstáculo infranqueable, no tuvo más remedio que devolverse a buscar las llaves. Aproveché el incidente para escabullirme y regresar sigilosa a mi habitación. Tranqué la puerta con pestillo y me metí entre las sabanas.

Emma mientras tanto (seguida de Rafa, que curioso quiso ver lo que sucedía en la calle, porque el rumor subía de tono cada momento que pasaba) abrió los candados y se lanzó a la calle, confundiéndose con la marea humana. Rafa la vio alejarse presurosa, corriendo como nunca lo había hecho desde la vez que, siendo niña, le puso una culebra debajo de la almohada a un tío que le halaba los cabellos cada vez que ella pasaba cerca, dizque para que le crecieran “buenos”. Alguien dentro de la multitud gritó que lo más seguro eran las lomas de Arroyo Hondo, la masa humana desbocada se dirigió al lugar, sin disminuir la velocidad de la carrera.

Emma sacó, no sé de donde, nuevas energías, cuando alguien gritó que el agua ya estaba subiendo por la avenida Abraham Lincoln y que el hotel Santo Domingo, el colegio Loyola y el hospital Robert Reid habían desaparecido. Es una verdadera pena que nadie hubiese cronometrado la rauda carrera de la, hasta entonces, lenta y pausada Emma. Se colocó fácilmente a la cabeza de la enorme marea humana, llegando al tope de la primera loma, primero que nadie. Entonces se detuvo, dio media vuelta y trató de localizar las encrespadas olas del mar. Alguien ya las había visto por la avenida John F. Kennedy. De los ensanches Naco, Serrallés, Piantini, Fernández, Evaristo Morales y los Prados, ¡no quedaba nada! Todo había sido sepultado bajo el rugiente mar. La multitud imploraba la ayuda del Altísimo. En lo que trepaba a lo alto de la loma, Emma aguzó la vista, pero solo logró ver el cielo tachonado de estrellas y una que otra lucecita tímida, abajo en la tierra que parecía hacerle guiños de complicidad.

Cansada de atisbar el horizonte, como un Rodrigo de Triana terrestre, se dejó caer sobre la húmeda hierba.

Los primeros rayos del sol se asomaron en el horizonte, alumbrando a la enorme masa humana, damnificada del “maremoto”. Hombres, mujeres, niños y ancianos, confundidos, asustados y soñolientos.

Todos miraron hacia el llano esperando ver el mar amenazante, justo al pie de la loma, pero no había nada, ni una sola gotita de agua salada. Luego miraron a lo lejos y no vieron nada, absolutamente nada que se pareciera al mar embravecido. Solo los troncos maltrechos de los árboles derribados por la furia del ciclón que había pasado hacia unos días y un desorden de ramas y hojas secas.

Por donde quiera una que otra casita, descobijada y, por encima, el azul del cielo de una riente mañana tropical, con suave vintecillo, aliviando el calor mañanero.

Emma se miró y se dio cuenta de que estaba ataviada solo con su bata de dormir. Avergonzada, se refugió detrás de un árbol caído. Desde allí observó a los demás refugiados de la loma y constató que todos andaban en pijama o, lo que es peor, ¡en paños menores! Entonces se sintió muy elegante con su bata de dormir de flores. Con mucho garbo salió de detrás del árbol caído y emprendió el descenso loma abajo, seguida de los demás.

Todos lucían entre decepcionados y avergonzados. Trataban de asimilar lo ocurrido, sin lograrlo plenamente. No podían creer que hubiesen sido víctimas de una histeria colectiva, sin absolutamente ¡ningún fundamento!

Emma llegó a casa y, sin decir palabra, se coló en su cuarto. No volvió a salir hasta después del medio día. Ese día comimos a las cuatro de la tarde.

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