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Jorge Luis Borges desde la esfera del aforismo

Jorge Luis Borges.

Jorge Luis Borges.

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ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZCiudad México

La precisión del adje­tivo es una prerro­gativa de la escritura borgesiana. Su estilo directo, dilecto en la medida en que se ha vuelto para­digmático, puede reconocerse en la felicidad, término utilizado por el autor de El Aleph en su sentido de “éxito” o “eficacia”, con la que distribuye los epítetos. Y ambas circunstancias, la exactitud y el poder de reclamar para sí ciertas palabras, algunos significados, convienen al aforista, ese escritor destinado a apretar en frases cor­tas incertidumbres largas.

Aparte de haberse convertido en una suerte de demiurgo de las letras del siglo pasado, el escritor argentino se apropió de tal modo de términos como “vasto”, “aca­so”, “fatigar” y algunos otros, que el adjetivo, el adverbio y el verbo se volvieron suyos, marca de fá­brica, sello estilístico. Así como Mark Strand reconocía que desde Kafka la “K” le pertenecía, por lo menos en el orbe literario, al au­tor de La metamorfosis, ciertas palabras y usos verbales son de Borges y nada más. O del otro que es él mismo, como nos lo recuer­da este amo de las paradojas.

Espigar frases afortunadas en su escritura es sencillo dada la na­turaleza sentenciosa, la semán­tica pulcritud con que acribilla la materia verbal. Tan es así, que hasta en su obra poética puede es­canearse el virus aforístico: “Se­ñor, dame coraje y alegría/ para escalar la cumbre de este día”, ter­mina diciendo en el soneto sobre James Joyce, y el dejo alecciona­dor del dístico no elude ese aire de frase de autoayuda que a veces se cuela hasta en el aforismo más pintado; y entonces habrá que excusárselo u olvidarlo, que, nos recuerda Borges, es la mejor for­ma del perdón. También puede localizarse en aquellos otros ver­sos famosísimos que sentencian la concéntrica perplejidad de la creación (“Dios mueve al jugador y éste la pieza,/¿qué Dios detrás de Dios la trama empieza?”) o la amenazante brevedad del pre­sente: “El hoy fugaz es tenue y es eterno;/ otro Cielo no esperes, ni otro Infierno.”

Pero el animoso pasmo, la ho­nesta voluntad de poner todo en duda es la que predomina en las proposiciones de Borges, como ocurre en los verdaderos aforis­tas: dar con la frase secreta no pa­ra secretar erudición o secretear una verdad siempre provisional, sino para precisar el componen­te azaroso de la exactitud. Y esa actitud es la que eterniza, aun sin quererlo, el poder de seducción de los aforismos memorables: “Todos caminamos hacia el ano­nimato, sólo que los mediocres llegan antes”, advierte por ahí, en alguna entrevista, y se puede pasar por encima de lo diametral del juicio, perdonar (otra vez) lo peligroso y discriminatorio de la anatemización, en la medida en que dos llaves maestras del géne­ro iluminan la frase: la universa­lidad del olvido y la elegancia del humor.

Entre los aforismos librescos de Borges, uno de los más repetidos es el que matiza la obligatoriedad de la lectura, pues sería como vol­ver asimismo forzoso el acceso a la felicidad (lo cual resulta sus­tancialmente absurdo), cuando valora la licencia de traicionar el obcecado apego a un objeto que, probablemente, no era el que de­bíamos “fatigar”, léase “leer”, en determinado momento o circuns­tancia: “Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido en­tre los volúmenes que pueblan el indiferente universo; hasta que da con su lector, con el hombre desti­nado a sus signos.” Asimismo, es proverbial el apotegma que, de un plumazo, pretende anular la vastedad de la reflexión filosófica ubicándola como un mero ejerci­cio de ficción intelectual: “La me­tafísica es una rama de la literatu­ra fantástica.”

Borges el memorioso, el infa­tigable inventor de recuerdos, el que puede concebir un subgénero de la crítica literaria, la teoría de la recepción, con sólo sugerir que el lector y el tiempo son los verda­deros autores del Quijote, despe­nalizando de paso la flagrancia del plagio en la figura de Pierre Menard, aprovecha la intensidad natural del aforismo para dejar en claro que la descripción cui­dadosa de una obra literaria es suficiente para evidenciar sus alcances o dimensionar sus ha­llazgos, haciendo caso omiso del vicio de execrar o encarecer, tan ominoso en numerosos acerca­mientos a la literatura, pues no debemos olvidar que “censurar y alabar son operaciones senti­mentales que nada tienen que ver con la crítica”.

El logro indiscutible en los aforis­mos de Borges es que combinan de un modo muy sugerente la tersura y la aspereza, lo tenue de la indica­ción con lo inevitable de sus conse­cuencias, lo implacable y pavoroso del veredicto con la poderosa sua­vidad que permea una ocurrencia a veces falible, pero no por ello me­nos incalculable. Y esta conjunción de fatalismo y deleznabilidad se ad­vierte en la observación que Bioy personaje procura frente a Borges personaje en uno de sus cuentos cruciales, “Tlön, Uqbar, Orbis Ter­tius”: “Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres”, donde nada se amortigua, donde la analo­gía es puntual y perfecta.

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