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LETRAS

El Plan Trujillo

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Marino BerigüeteLa Romana, RD

Después del entierro de mi padre, No había sentido el vacío de buscar la verdad sobre la vida de mi abuelo. Sabía poco de él.

A veces tengo la extraña sensación de que el muerto me guiña un ojo desde la fotografía que todos estos años ha ocupado un lugar especial entre los cuadros de la familia, sobre la mesita de centro en la sala de la casa en Madrid. No será igual para mí cuando regrese... En otras ocasiones, creo haberlo visto frunciendo el ceño, arrugando la frente en ese gesto típico de la casta Tejeda. ¿Qué había sido de la vida de abuelo? ¿Por qué razón, papá nunca quiso hablarme de sus años dominicanos; de aquellos tiempos en que el abuelo Merido debió ser un nombre importante para los suyos, como lo ha de ser el nombre de todo jefe de familia? “¿Hasta dónde llega la verdad de lo que me has contado, viejo? ¿Qué cosas me has ocultado?”, se ha preguntado muchísimas veces, y ahora se lo repite: “¿por qué no me enseñaste las claves para entender este país, viejo?, y mira afuera la ciudad. A esa hora de la mañana, Santo Domingo cobra una vida rara, de hormiguero gigante, como si desde las sombras de la noche, despejadas de golpe por el sol, saltaran los resortes, los hilos ocultos que marcan la existencia de la capital “de esta isla que he llevado por dentro, sin conocerla, durante tantos años”.

—¿Qué misterios le ocultaste a tu hijo, Rafael Leonidas Tejeda? –se dice en voz alta, y detiene la mirada en una hermosa mujer que se baja de un auto, cierra la portezuela y camina hacia un café, al cruzar la calle.

El mar, que queda a sus espaldas cuando se sienta y habla con uno de los camareros, es de un azul incorruptible.

“Es hermoso este mar”, piensa, “tal como me lo contaste, viejo”, y siente que un nudo en la garganta le atenaza las palabras, que los ojos se le humedecen sin poder evitarlo. “Fuerte, Manuel, fuerte como un hombre”, se dice, “no has venido a este país a echar lagrimitas”. Has venido a buscar.

Sabe que su pasado está allí, en alguna de esas calles que ahora se nublan de tantos autos, tanto ruido, tanta modernidad. Le habían dicho que Santo Domingo era una ciudad cada vez más moderna, pero nunca imaginó que en el mismísimo centro del Caribe pudiera existir realmente una modernidad que iba creciendo gracias a esas inversiones, a tanto dinero que entraba en un país marcado para convertirse en uno de los más ricos y desarrollados de aquella región.

Ver para creer era un viejo dicho de su padre, y él tenía la prueba ante sus ojos: si no hubiera decidido venir a conocer la tierra de sus orígenes, no creería toda aquella modernidad.

Y bajo esa modernidad, o detrás, o encima, gravitaba un nombre: Trujillo, un animal histórico que lanzó el país de la absoluta pobreza hacia el principio del desarrollo; un personaje que también, y aún lo sabe, anduvo flotando sobre la historia de su familia, como esas nubecillas de invierno que nunca vacían su carga de agua, pero están ahí, presentes, amenazando aguacero; un nombre del que la historia de aquella tierra no podría prescindir nunca, y que entró en la vida de los Tejeda por esas simples coincidencias de la propia existencia humana, o por designios de Dios: su abuelo Merido Tejeda podía considerarse el hermano gemelo del dictador; se parecían como dos gotas de agua.

—Es fatalidad, viejo, no destino –quiso replicar una de las tantas veces en que intentó profundizar en el tema mientras cenaban con su padre Manuel.

No puede olvidar la mirada severa de su padre, sus ojos fijos, de mirada dura.

—Hay cosas de las que no deben hablarse, Manuel – le oyó decir, aún con más severidad-. El destino quiso que tu abuelo se pareciera al general, es así de simple. La fatalidad nada tiene que ver en esto.

Por esas respuestas supo que detrás de toda la historia fugaz que le habían contado de su abuelo, se escondían cosas que quizás jamás llegaría a conocer, y a decir verdad, por esos años, mientras se perdía en el encanto de sus estudios en la Universidad, en la ciudad que nunca se dormía, en los flirteos con las primeras novias.

No le importaba mucho conocer más sobre aquel personaje lejano que fue su abuelo, cuyo único mérito le parecía una idiotez: ser idéntico al dictador que durante 30 años tuvo en su puño a todo el pueblo dominicano. Por eso ni siquiera hablaba de aquello con nadie: le parecía ofensivo para la imagen de su abuelo, y por ese entonces creía más importante hacer ver a sus compañeros que él también tenía un abuelo del cual sentirse orgulloso, aunque no fuera como esos que cada tarde se sentaban en el parque a solear sus huesos viejos y recordar antiguas glorias con sus gorras puestas.

El primer guiño se produjo justo el día en que llegó a casa con el Título de Ingeniero en Informática y Ciencias de la Computación. El hogar estaba vacío y se sentó a observar las letras doradas de aquel documento que cerraba con un inmenso broche de oro su etapa de estudiante y le abría las puertas al mundo de la modernidad y a su propio futuro con augurios de prosperidad en lo que todos llamaban “la ciencia del mañana”. Tuvo la rara sensación de ser observado y desvió la vista hacia la puerta de la cocina. Vacía. Nadie. Pero siguió sintiendo la persistencia de una mirada anónima clavada sobre su cuerpo y entonces miró a los cuadros de la mesa de centro, frente a él, donde habían ido a parar las fotografías familiares, como quien pretende arrancarle momentos a la eternidad.

Creyó que su abuelo le guiñó un ojo. Pensó que había sido un desliz de su cerebro eufórico y se entretuvo otra vez mirando las letras donde decían que ya era un hombre útil, alguien con capacidad para asumir tareas responsables dentro de una sociedad que cada día necesitaba más de hombres responsables.

Todo hubiera quedado ahí si a partir de esa tarde sus llegadas a la casa no hubieran coincidido con aquella sensación de ser espiado y con el fugaz guiño de ojo de su abuelo. En los últimos tiempos, como hoy, también coincidía el guiño con esa forma familiar de arrugar la frente.

— ¿Qué me has querido decir en todos estos años, abuelo? –dice en voz alta con la foto en la mano que ha traído con él desde España, y escucha que tocan a la puerta de la habitación. Tres toques, bajos, tímidos.

Un joven. Moreno y cuidadosamente afeitado. De gestos muy finos, como de mujer. Vestido de pantalón negro, camisa blanca, de mangas largas, cuello cerrado. Una cruz gruesa y pequeña colgada, brillando sobre el pecho.

—Soy Aníbal –le escucha decir, la voz como de ángel, casi apagada, un susurro -. El Padre Mario me envió a buscarlo.

Supo siempre que cualquier búsqueda de su pasado debía de empezar por allí: Mario había sido compañero de su padre en el colegio católico de Madrid y era uno de los pocos que decidió entregarse al sacerdocio. Aunque era madrileño, sus buenos oficios sacerdotales y sus amplios conocimientos del mundo y de la historia latinoamericana, decidieron a la jerarquía eclesiástica a enviarlo a las Antillas, oficiando primero en Puerto Rico, y luego en una provincia de Haití, y después en los últimos años, en Moca, un pueblo cercano a Santiago de los Caballeros.

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