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GENES

La maldición de la sangre azul

La mandíbula del emperador Carlos V no pasaba inadvertida. Su exagerado prognatismo le impedía masticar correctamente, lo que le daba tanta vergüenza que prefería comer en solitario. Esa dificultad le provocaba indigestiones de las que se quejaba a todas horas. Por si fuera poco, el hombre más poderoso de su época era tartamudo, se desmayaba con frecuencia y padecía continuos y dolorosos ataques de gota que lo atormentaron a lo largo de toda su vida.

Sus antepasados por parte de padre eran los Habsburgo, una dinastía que extendió su influencia a lo largo de Europa a través de una política de matrimonios consanguíneos que asegurara alianzas políticas y financieras con otras Coronas.

En el siglo XVI, la dinastía se subdividió en dos ramas: la de los Habsburgo austriacos y la de los Habsburgo españoles, los Austria, cuyos monarcas gobernaron los vastos territorios del Imperio español hasta 1700. A pesar del extraordinario poder que disfrutaron, su salud fue decayendo debido a enfermedades genéticas asociadas a la endogamia.

Ajeno a los males que conllevaba esta práctica, Carlos V se casó con su prima Isabel de Portugal, cuya dote palió sus dificultades económicas. Su hijo Felipe II hizo lo propio con su prima hermana María Manuela, con la que tuvo un niño enfermizo y psicótico al que pusieron de nombre Carlos, quien murió en cautividad cuando solo contaba 23 años.

La consanguinidad incrementa el riesgo de sufrir enfermedades genéticas recesivas, raquitismo y carencias del sistema inmunológico. También podría ser un factor de riesgo para la enfermedad coronaria, el asma, el ictus, la úlcera péptica, la gota y la discapacidad intelectual.

Matrimonios con hermanos y con hijas.

La incidencia de la consanguinidad en el mundo occidental decreció drásticamente desde el primer tercio del siglo XX como consecuencia del mayor conocimiento de sus efectos negativos en la descendencia y por la creciente movilidad de la población. Curiosamente, la prevalencia de enlaces consanguíneos en España e Italia es del 3,5 y el 1,6 por ciento, respectivamente, siendo los países europeos con más enlaces endogámicos.

En la antigüedad se establecieron penas para castigar estas prácticas. En el Levítico, uno de los libros que integran el Antiguo Testamento, se prohibían las relaciones sexuales en orden al primer grado: padres con hijos, hermanos entre sí o abuelos con sus nietos. Sin embargo, la endogamia fue practicada por familias reales del Egipto antiguo con toda naturalidad, sobre todo durante la etapa ptolemaica, cuando era habitual acordar matrimonios entre hermanos y entre padres e hijas a fin de conservar la ‘pureza’ de la sangre real y reforzar la línea de sucesión.

A finales del siglo VIII, Carlomagno tuvo cuatro esposas oficiales y un amplio número de concubinas. Con frecuencia, la hermana o la sobrina de una concubina engrosaban el harén real. El concilio de Maguncia de 814 acabó con aquellas «coyundas impuras». Desde entonces, la Iglesia impuso reglas estrictas para evitar matrimonios consanguíneos.

En el siglo XVIII no se tenían datos tan precisos como ahora sobre las nefastas consecuencias de las relaciones endogámicas. El rey Jorge III –el tercer monarca inglés de la Casa de Hannover– sufrió graves desórdenes mentales como consecuencia de la porfiria, una enfermedad sanguínea que afectó a varios monarcas británicos y cuyas raíces habría que buscarlas en los enlaces consanguíneos que practicaron sus ancestros.

Un siglo después, en España, en 1846, el Gobierno español y la Corona francesa arreglaron el matrimonio de Isabel II con el infante Francisco de Asís de Borbón, un joven amanerado y de voz atiplada que nunca podría darle un descendiente a la reina. Los cónyuges eran primos carnales por vía doble. El padre de él, Francisco de Paula, era hermano de Fernando VII, y su madre, Luisa Carlota de Borbón-Dos Sicilias, era hermana de la regente María Cristina.

El rey Luis Felipe I de Francia lo organizó todo para casar el mismo día a Isabel II con Francisco de Asís y a su hijo Antonio de Orleans, duque de Montpensier, con Luisa Fernanda de Borbón, la hermana pequeña de la joven reina española. El monarca francés dio por sentado que Francisco de Asís sería incapaz de proporcionar un sucesor a la Corona española y que serían los descendientes de su hijo, el duque de Montpensier, los que reinarían en España. Pero en Versalles no contaron con la lista de amantes que coleccionó la soberana española. Isabel II tuvo doce hijos, de los cuales cinco superaron la niñez y se situaron en la línea de sucesión al trono. Enrique Puigmoltó, un joven militar del Cuerpo de Ingenieros, fue el padre secreto de Alfonso XII. Los hijos que tuvo Isabel II fuera del matrimonio inyectaron sangre nueva a la familia real española, evitando los problemas de consanguinidad que habrían surgido de haberlos tenido con Francisco de Asís.

La hemofilia, herencia británica Otro ejemplo de consanguinidad lo tenemos en la reina Victoria de Inglaterra. El 10 de febrero de 1840 contrajo matrimonio con su primo el príncipe Alberto. La soberana del Imperio británico era portadora del gen de la hemofilia, una enfermedad que las mujeres transmiten a su descendencia, pero que solo padecen los hombres. Tres de los hijos de Victoria resultaron afectados por este mal que impide la normal coagulación de la sangre ante una herida.

Una de las transmisoras del gen fue la princesa Beatriz, cuya hija Victoria Eugenia de Battenberg también heredó el gen maldito. Lo mismo que la princesa Alicia, quien contrajo nupcias con el duque de Hesse, de la Casa Real de Prusia. Alejandra –una de sus hijas– se casó con el zar Nicolás II, con el que tuvo un hijo hemofílico, Alekséi.

Por su parte, Victoria Eugenia de Battenberg fue teledirigida desde el palacio de Buckingham hacia Madrid para ser emparejada con el rey español Alfonso XIII, con el que engendró siete hijos, dos de ellos hemofílicos, Alfonso y Gonzalo.

En 1987, la prensa británica desveló que dos primas de la reina Isabel II, las hermanas Katherine y Nerissa Bowes-Lyon, quienes aparecían como fallecidas en el libro que registra la genealogía de las familias reales de Gran Bretaña e Irlanda, seguían vivas. Ambas habían permanecido encerradas durante décadas en una institución para discapacitados.

La prensa amarilla afirmó que habían sido escondidas para que nadie asociara la enfermedad mental con la Casa de Windsor. Eran hijas de John Herbert Bowes-Lyon, hermano de la reina madre. El tío de Isabel II se casó con Fenella Hepburn-Stuart-Forbes-Trefusis, quien transmitió ese nefasto factor genético a sus hijas.

En el siglo XX, los matrimonios de príncipes y princesas con cónyuges ajenos a la realeza han terminado con la centenaria afición real a la endogamia.

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