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“Un cronista en el exilio: Luis G. Urbina

Libros de Urbina en la Biblioteca Nacional de México.

Libros de Urbina en la Biblioteca Nacional de México.

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XALBADOR GARCÍACiudad de México / Tomado de La Jornada Semanal

Urbina vivió, como muchos otros inte­lectuales durante la Revolución Mexi­cana, un período de exilio en la Habana. Escribió en “El Heraldo de Cuba la columna La Semana y después fue correspon­sal de ese diario en Madrid. Sobre su obra y andanzas de ese período versa el presente artículo.

Fueron dos aspectos los que di­ferenciaron a la Revolución Mexi­cana de otros movimientos socia­les de principios del siglo XX: su duración –una década– y la diver­sidad de grupos insurrectos con­tra la dictadura de Porfirio Díaz, mismos que, posteriormente, tras el asesinato de Francisco I. Madero, sostendrían una férrea lucha por establecer un nue­vo régimen. Ambos paradigmas –el tiempo y las facciones en pugna– provocaron el exilio de mexicanos caídos en desgracia. Ya fuera por pertenecer a la élite porfirista o por haber participa­do en alguno de los bandos venci­dos, la ruta de los desterrados casi siempre fue la misma: embarcar en Veracruz rumbo a Estados Uni­dos, Europa o Cuba.

Entre los destinos, La Perla del Caribe se vislumbró como la me­jor opción para los connacionales. El idioma, la cultura y la herman­dad entre México y Cuba fueron los aspectos imprescindibles pa­ra percibir a la Isla como un hogar propicio en el exilio. En temas prác­ticos, el puerto habanero era un fo­co primordial entre las rutas marí­timas de Estados Unidos, Europa y

Sudamérica, por lo que antes que aislados los mexicanos estarían en un sitio donde coincidía el mun­do. Además, la cercanía con Vera­cruz les permitía estar atentos a los acontecimientos, siempre cambian­tes, de la guerra en el país, con el propósito de emprender el regreso al terruño si las condiciones mejo­raban.

Rumbo a La Habana, junto a Porfirio Díaz, primero salieron los personajes más allegados a su go­bierno. Tras la Decena Trágica, le siguieron los integrantes del círcu­lo más cercano a Madero. Posterior­mente quienes se habían aliado al usurpador Victoriano Huerta y, ya en la etapa constitucionalista, arri­baron villistas y zapatistas, y tras ellos los espías de Venustiano Ca­rranza.

Entre la nómina del destierro destacó el grupo de los hombres de letras. Para los más desdicha­dos, su intelecto a merced de los intereses políticos los llevó a tener que huir del país por varios años, como fue el caso de Luis G. Urbi­na. Durante el porfirato, el poeta se había desempeñado como funcio­nario por varias décadas. Cuando

Huerta irrumpió la presidencia, el Viejecito siguió los pasos de varios de los pensadores más destaca­dos del país y no dudó en incorpo­rarse a la administración como di­rector de la Biblioteca Nacional. El objetivo era reestablecer al estatus quo quebrantado luego de la dimi­sión de Porfirio Díaz. Sin embargo, en 1915, cuando los embates re­volucionarios provocaron la salida del presidente espurio, el panora­ma se nubló para los colaborado­res huertistas. Algunos huyeron a la primera oportunidad. Otros, co­mo el poeta, pensaron que su la­bor estaba alejada de aspectos po­líticos. Se equivocaba. Apenas unos días después de su dimisión se anunció que el Viejecito había si­do apresado. Varios de sus amigos en el ámbito cultural intervinieron ante Venustiano Carranza para su liberación. Un fin de semana duró el arresto. Suficiente tiempo para comprender que en política las pa­siones no menguan.

Al salir de la cárcel Urbina em­prendió la huida. Junto al pianista Manuel M. Ponce y el violista Pe­dro Valdés Fraga se embarcó rum­bo al Caribe. Al llegar a Cuba, los mexicanos fueron conducidos al campamento de inmigración en el Lazareto de Mariel. Pese a las malas condiciones del lugar, el apremio de los mexicanos les hi­zo percibir la belleza cubana. En especial Urbina empezó un ro­mance con La Habana, que esta­ría presente una y otra vez en su obra. El 29 de marzo escribió “El poema de Mariel”, un texto com­puesto por once sonetos en los que imbricó el sentimiento de de­solación por el destierro.

Entre los corros culturales de La Habana se corrió el rumor de que los artistas mexicanos buscaban re­fugio frente a las amenazas de su patria. Por medio de Ramón Cata­lá, presidente de la Asociación de Prensa y dueño de El Fígaro, diver­sos intelectuales, periodistas, crea­dores y aficionados a la música y a la poesía pudieron acercarse a los recién llegados. Desde las páginas de Diario de la Marina Alfonso Ca­mín escribió sobre su relación con los “tres representantes del arte que llevan en alto el pabellón de la intelectualidad mexicana”.

Crónicas habaneras

de un mexicano

Precisamente en EL Heraldo de Cuba Urbina encontró acomo­do como articulista. El sábado 12 de junio de 1915 se anunció la in­corporación del poeta a la nómi­na de colaboradores del diario. Al día siguiente empezaría la presen­cia del poeta. En su columna do­minical, “La Semana”, el mexica­no registró diversos temas. Desde el crimen hasta la cultura popular cubana, y desde las afectaciones de la psiquis hasta la crítica litera­ria. A veces moralista, a veces di­vertido, en ocasiones melancólico y en otras con carácter reflexivo y social sus palabras buscaron seducir a los lectores.

Dos aristas confeccionaron sus crónicas habaneras. La pri­mera fue la propia prensa. Como buen hombre moderno, el poeta alimentaba sus mañanas con la lectura del periódico. En las sec­ciones de eventos sociales, pero asimismo en los sucesos policía­cos, buscaba la noticia que sirvie­ra de sinécdoque para mostrar su opinión sobre la sociedad. Línea a línea, y con la Revolución Mexi­cana y la primera guerra mundial como marco, su perspectiva de la dinámica social presumió rasgos negativos.

El otro punto del que nutrió sus artículos fue la experiencia en la Isla. Más interesantes que las anteriores, las crónicas don­de Urbina retrató sus vivencias en el Caribe despliegan olores, matices, deseos. Permiten apre­ciar en toda su majestuosidad a La Habana de la época. A fin de agudizar su mirada, que luego convertiría en palabra escrita, el mexicano se convirtió en un flâ­neur del puerto: “linda ciudad en la que todo sonríe: el cielo y el suelo, la casa y la calle, la pie­dra y el hombre, las bocas inci­tantes de las mujeres y los viejos arcos de los portales”, escribió el 20 de junio de 1915 en su ar­tículo titulado “La fiesta del ár­bol”.

Al año siguiente el poeta consiguió que EL Heraldo de Cuba lo enviara como su co­rresponsal a España, desde donde daría cuenta de lo ocu­rrido en la Gran Guerra. Desde ese momento sus colaboracio­nes se agruparían bajo el título genérico de “Apuntes de viaje”. Con la partida, Luis G. Urbina cerró su ciclo de creación en La Habana, así como su des­tierro en Cuba. Regresaría a la Isla, pero sólo de paso en sus viajes rumbo a México, España o Sudamérica. Igualmente su obra continuaría apareciendo en diversas revistas habaneras y su figura en el Caribe se acre­centaría en los años posterio­res. En su exilio cubano, Luis G. Urbina alimentó los versos, acrecentó los sueños, frenó la melancolía y se hizo morador del mundo.

Fotomontaje de La Jornada Semanal

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