La batalla de Estados Unidos por enterrar a los muertos de la “gripe española” en 1918

Las escenas descritas por las enfermeras de la Cruz Roja, con los cadáveres apilados en las mismas casas de los afectados, eran sobrecogedoras.

Un hospital habilitado para los contagiados con la «gripe española» en 1918 - ABC

Un hospital habilitado para los contagiados con la «gripe española» en 1918 - ABC

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ISRAEL VIANAMadrid, España/ Tomado de ABC

Las escenas descritas por las enfermeras de la Cruz Roja de Baltimore en octubre de 1918 eran estremecedoras. Durante las visitas que rea­lizaron a las casas devastadas por la co­nocida como «gripe española» —estos días muy recordada como consecuen­cia del coronavirus, que ha obligado al Gobierno italiano a cerrar escuelas y universidades en todo el país—, vieron a cientos de pacientes enfermos, tratan­do de recuperarse en camas comparti­das con los mismos muertos. También descubrieron a multitud de cadáveres cubiertos de hielo, apilados en las esqui­nas de las habitaciones. La familias les contaban, además, que llevaban allí du­rante días ante la imposibilidad de dar­les sepultura.

En Estados Unidos, los médicos, se­pultureros y fabricantes de ataúdes no dieron abasto a causa de la consi­derada como pandemia más devasta­dora de la historia de la humanidad. La misma que, entre 1918 y 1920, se cobró la vida de más de 675.000 per­sonas en todo el país. En el mundo, la cifra ascendió a entre 20 y 100 millo­nes, dependiendo de la fuente consul­tada. La primera estimación fue rea­lizada precisamente, en 1927, por un bacteriólogo americano, Edwin Jor­dan, que calculó a la baja 21.642.283 muertos. En 1970, un Premio Nobel de Medicina, el biólogo austra­liano Frank Macfarlane Burnet, habló de entre 50 y 100 millo­nes. Y en 2002, Niall P. A. S. Jo­hnson y Juergen Mueller de­fendieron que los fallecidos alcanzaron los 50 millones.

En cualquier caso, se dice que su mortalidad superó a la ya de por sí macabra Primera Guerra Mundial. en la que fenecieron entre 10 y 31 millones de perso­nas, tanto civiles como militares, a causa de las bombas y las balas. Estados Unidos acabó la contien­da con un rastro de muerte y, sin descanso, fue azotada por la «gri­pe española» como ninguna otra epidemia le había afectado antes, elevando la mortalidad infantil hasta niveles dramáticos.

El primer enfermo Los primeros brotes de gripe ha­bían aparecido en varios esta­dos de Norteamérica entre enero y mayo de 1918. El primero caso se documentó, según cuenta un estudio de la Universidad de Co­lombia, en el condado de Haskell, Kansas, a finales de enero. Fue el único reportado por el Servicio de Salud Pública del país clasificado como «grave». Algunos habitan­tes de la zona, en principio fuertes y saludables, se vieron afectados también por una gripe de síntomas agudos. Y luego aparecieron otros dos brotes más, uno en una aldea de Carolina del Sur y otro, en De­troit. Este último provocó la devo­lución a sus casas de más de 1.000 trabajadores de la Compañía Ford Motor.

En marzo de 1918, más de 1.000 soldados del Campamento Funston, en Kansas, fueron envia­dos al hospital con fiebre, dolor de cabeza y espalda, así como otros síntomas generales de gripe. Y mi­les más necesitaron tratamiento en las enfermerías cercanas a la base, muchos de los cuales fueron hospi­talizados al sufrir una neumonía. La cosa empeoró en abril, cuando en la cárcel de San Quentin, en Ca­lifornia, un brote de gripe afectó a más de 500 de los 1.900 prisione­ros, de los cuales 326 murieron en apenas un mes.

Pronto otras ciudades comen­zaron a presentar los los síntomas que después caracterizarían a la llamada «gripe española», llama­da así porque en España, como país neutral en la Primera Gue­rra Mundial, fue donde primero se contaron los estragos de aque­lla pandemia, al no contar con la censura propia de la contienda. Y los muertos que aumentaban eran, principalmente, adultos jóve­nes entre los 21 y los 29 años, en cuya necropsia, presentaban pul­mones con procesos edematosos y hemorragias generalizadas. En junio, llegó a Filadelfia a bordo del barco comercial británico City of Exeter, procedente de Liverpool. Los pasajeros realizaron en la na­ve una improvisada cuarentena y a final de mes, 28 miembros de la tripulación, gravemente enfer­mos, fueron trasladados a una sala exclusiva de un hospital en la que empezaron a morir de una neu­monía acompañada de sangra­do nasal. Y después, la pandemia arremetió por el puerto de Nueva York, con otros dos barcos que re­portaron brotes de gripe y neumo­nía durante el viaje.

A medida que la terrible epide­mia se fue extendiendo por el país y los muertos aumentando, la si­tuación se fue haciendo insosteni­ble para los enterradores, sepultu­reros y constructores de ataúdes. No hay que olvidar que la crema­ción no era una práctica muy co­mún en ese momento y no daban abasto con las inhumaciones. Se­gún Nancy K. Bristow, profesora de historia de la Universidad de Puget Sound, los Estados Unidos fueron sorprendidos por el bro­te, en parte porque los avances en bacteriología hicieron creer a muchos ciudadanos que podían controlar este tipo de enferme­dades infecciosas. «Un número enorme de personas murieron rápidamente, sobre todo en la costa este, donde la gripe golpeó primero. No tuvieron la oportu­nidad de prepararse de ninguna manera», explica.

Solo en octubre de 1918, el más mortífero de la historia del país, murieron 200.000 estadouniden­ses por la «gripe española». Las fu­nerarias apilaban los ataúdes en los pasillos de sus instalaciones e, incluso, en las viviendas de las fa­milias más afectadas. En la terce­ra ciudad más grande del estado de Connecticut, New Haven, Jo­hn Delano recuerda jugar con sus amigos en los alrededores del de­pósito de cadáveres, escalando la montaña de ataúdes que se amon­tonaban en la acera, sin se cons­cientes entonces de que todos es­taban llenos de fallecidos por la epidemia. «Simplemente pensába­mos que aquello era genial, como escalar pirámides», contaba esta semana al canal «History».

Los cementerios se las veían y deseaban para manejar el ele­vado número de muertos que se producían. Sobre todo, si tene­mos en cuenta que muchos se­pultureros estaban de baja por haber contraído la gripe o porque se ausentaban por miedo a con­traerla. Muchas familias se vie­ron obligadas a cavar sus propias tumbas para enterrar a sus seres queridos. En Nuevo Brunswick, ciudad de Nueva Jersey, quince presos recibieron palas y picos para cavar tumbas bajo la atenta mirada de los guardias. En Balti­more, los funcionarios del Ayun­tamiento fueron llamados como parte de un servicio de emergen­cia para trabajar como sepulture­ros, mientras los soldados de Fort Meade, en Maryland, estuvieron prestado servicio para enterrar los 175 cadáveres que se amon­tonaban en el Cementerio de Mount Auburn.

Las empresas de ataúdes no pudieron satisfacer toda la de­manda, teniendo en cuenta, además, que ya estaban ocupa­das suministrando cajas para los miles de soldados fallecidos en la Primera Guerra Mundial, a la que le faltaba un mes pa­ra firmar la paz. La desespera­ción que generó esa escasez lle­vó a algunos políticos a intentar poner cartas en el asunto. Lo­uis Brownlow, comisionado de Washington D.C. secuestró dos vagones de tren llenos de 270 ataúdes con destino a Pitts­burgh y los redirigió al hospital de su ciu­dad bajo vigilancia armada para poder enterrar a sus muertos.

Otras escenas dantescas se produjeron en otros puntos del país. Los sepultureros del cementerio New Calvary, en Boston, fueron vistos arrojando los cadáveres de los ataúdes a sus propias tumbas, para que estos pudieran usarse de nuevo. La Junta de Industrias de Guerra, mientras, ordenó a los fa­bricantes de ataúdes que fabricasen solo los modelos más simples, dete­niendo inmediatamente la produc­ción de todas las variedades más elegantes, caras y lujosas. Y limitó sus tamaños.

Los escenas más dramáticas se vivieron en Filadelfia, donde el número de muertos se acercó a los 1.000 por día en el pico de la pandemia. Barrios enteros se lle­naron de marcas en las puertas delanteras de las viviendas indi­cando los cadáveres que había en el interior. Los representantes de las asociaciones vecinales alquila­ron los servicios de la compañía J. G. Brill, fabricante de tranvías, pa­ra que construyera miles de cajas rudimentarias en las que enterrar a sus seres queridos.

Morgues Complementarias La morgue de la ciudad, con ca­pacidad para 36 cadáveres, llegó a acumular más de 500. Algunos de ellos fueron arrojados, sin nin­gún tipo de funeral, a fosas comu­nes excavadas para la ocasión. El Ayuntamiento se apresuró a abrir seis morgues suplementarias más y colocaron cuerpos en plantas de almacenamiento en frío. «Eran, principalmente, los residentes más pobres e inmigrantes, ya que los más pudientes tenían más pro­babilidades de que se celebraran ceremonias religiosas por sus di­funtos», comenta Bristow.

La historiadora describe tam­bién escenas muy similares a las «sacadas directamente de cual­quier ciudad medieval infectada por las plagas». Como esa en la que los sacerdotes y los policías recogen juntos cadáveres en­vueltos en sacos y sábanas man­chadas de sangre abandonadas en los porches y en las aceras. Algo que sucedía, además, por­que tanto en Filadelfia como en Chicago se prohibieron los fu­nerales públicos. En Iowa, tam­bién, la apertura de ataúdes. So­lo se hicieron excepciones con los padres y esposas que debían identificar a los soldados muer­tos antes del entierro.

Dos mujeres entierran con sus propias manos a un familiar muerto por la gripe española

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