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LIBRO

Los mártires de pyongyang, de Richard E. Kim

Portada de la reciente edición en español de la novela.

Portada de la reciente edición en español de la novela.

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Ricardo Guzmán WolfferCiudad de México

Richard E. Kim (1932-2009) nació en la Corea ocupada por los japoneses, se trasladó a Corea del Sur luego de la división del país y al finalizar la guerra emigró a EU. ‘Los mártires de Pyongyang’, su primera novela, lo llevó a la fama. Las guerras y las plagas llaman a la solidaridad, pero también a la interioridad, a buscar el sentido de la vida. Kim evidencia que lo realmente difícil es encontrar congruencia entre los hechos y los pensamientos.

En Los mártires de Pyongyang, Richard E. Kim se focaliza el enfrentamiento entre las dos Corea en el secuestro y asesinato de unos sacerdotes católicos a manos de los comunistas. Los sobrevivientes de ese trance se enfrentan al uso político del hecho por parte del ejército. Más que la fe católica, se busca un rostro que enfrente a los comunistas: son mártires porque nunca cesaron su luchar, pero los sobrevivientes no han dicho toda la historia. En los últimos momentos, luego se sabe, unos claudicaron de su fe y traicionaron a los fusilados.

La historia es contada por el hijo de uno de los asesinados al lado del hijo de uno de los sobrevivientes. Más que el conflicto armado en plena Guerra fría, Kim muestra la carga que puede ser la religión, pero también la liberación que conlleva la ética aterrizada en la moral. La búsqueda de la verdad que acomoda al ejército tiene un fin: apuntar al enemigo como asesino de religiosos, desacreditarlo ante un pueblo creyente. Pero los hijos necesitan la verdad para comprender y la verdad no es una buena mercancía pública. Al final, cuando se ha revelado que en el momento definitorio el sobreviviente aceptó su descontento con la fe y el padre de otro simplemente no pudo rezar, el pueblo opta por recibir la vedad del sobreviviente y aceptarlo en su ánimo de dar esperanzas, incluso cuando el ejército comunista está por tomar la ciudad.

En la regularidad, en lo cotidiano, los personajes se limitan a establecer sus propias historias. Para el hijo del religioso ortodoxo, incapaz de tolerar la mínima desviación de los ritos, como si la religión fuera lo importante y no la espiritualidad subyacente, encontrar la verdad de su padre es lo más relevante. El hijo maltratado desea saber si en verdad la fe lo era todo para quien lo orilló a dejar la religión, en paralelismo a su repudio paterno. Y el testigo comenta que el padre simplemente se pasmó, que no pudo invocar a su Dios, y con eso se reviste de humanidad para el hijo que comprende que ha pedido más de lo que debía a ese padre que vivía enajenado, no en la realidad.

La circunstancia de todos los personajes es la reclusión, ya para evitar la invasión o las explosiones, ya para no ser afectados por lo externo. Como ahora sucede con la pandemia, donde el encierro es obligado por motivos sanitarios y donde no habrá oferta de entretenimiento suficiente para evitar que ateos o religiosos se cuestionen, incluso para el nihilista postmoderno que demerita el valor de todo lo que no nazca de la propia percepción y comprensión, ¿qué sentido tiene el devenir mundial si se trata de una respuesta del planeta ante el desdén hacia la conservación o si pueden buscarse gobiernos causantes, con dolo o culpa, de tantas muertes?

En el camino a la respuesta, los soldados desean disfrazar los hechos para poder escapar del avance comunista, ya ineludible. Hoy, todos tenemos derecho a conocer los hechos, no a escuchar su interpretación, sea de las autoridades o sus detractores. En medio de la realidad ineludible, la verdad es impostergable.

La dificultad para los personajes reside en establecer la verdad interior. El hijo del sacerdote desea saber si su padre murió “ebrio de Dios”, ajeno a la realidad, ajeno a ese descendiente al que sólo ha tratado como una ecuación religiosa más.

En los miedos de la crisis sanitaria, la realidad se diluye y el desapego hacia la vida se confunde con la incertidumbre de lo que vendrá; se pierde toda empatía, incluso con los más cercanos, peor si nos acompañan en el aislamiento.

El final de la novela es clarificador: la verdad del individuo termina por ser la verdad del pueblo que, entre los disparos de la invasión, prefiere unirse alrededor de ese sobreviviente que ha aclarado cómo traicionó a los mártires fusilados y, sobre todo, cómo traicionó sus creencias, abdicando de ellas. Esa revelación lo plantea frente al mundo y es seguido por cientos que, ante la traición de los militares que huyen, dejándolos a merced del enemigo, prefieren seguir al humano que se muestra en sus desatinos personales.

Más que un acto devoto, resulta un llamado al autoconocimiento. La pérdida dolorosa de los mártires (sólo fueron otros hombres muertos en una guerra, no los defensores del culto que el ejército quería publicitar) se convierte en un llamado al entendimiento de la humanidad en la desgracia, sea una lucha política u, hoy, una pandemia que igualmente toma vidas humanas. Siempre y cuando estemos dispuestos a escuchar la verdad pues, acepta el personaje, uno mismo es el origen del propio horror.

Richard E. Kim es un autor eficaz y profundo, justificadamente elogiado por Philip Roth.

El autor, Richard E. Kim

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