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FÁBULAS EN ALTA VOZ

Las jorobas del pecado

A lo largo de nuestra vida vemos pasar el tiempo inclemente. El espejo nos muestra los surcos que nos deja en el rostro, y la espalda nos recuerda que según nos comportemos será nuestra joroba. Visible o invisible cargamos con ella. Unas veces ligera, otras tantas con un peso inaguantable que quiebra los huesos y perturba la mente. Tone­ladas de pecados nos doblan el lomo, y miramos al piso para ver dónde dejamos nuestra dignidad.

Prevenir es la cura Cuando ya andamos con la cabeza agachada es que tendemos a reflexionar, sabiendo que antes tu­vimos infinidad de oportunidades para lograr la absolución de nuestros pecados y diminuir al me­nos nuestra joroba. Recordemos que siempre será más saludable la prevención que la enfermedad. Dejar que siga creciendo esa ‘totuma’ indeseable nos puede llevar a una cirugía de la que nunca des­pertemos, y a un juicio final que nos condene para la eternidad.

“Dolor” de conciencia Hacemos daño, y al hacerlo nos dañamos noso­tros; padecemos de males silentes que nos corroen el alma y nos obnubilan la mente, y aun así, tene­mos la oportunidad de deshacernos de esa joroba que nos encorva y nos hace retorcer del dolor por la carga insoportable de una protuberancia que va­mos adquiriendo a lo largo de nuestra vida. Sus efectos llegan a la conciencia, y su atrofia es mortal.

Evaluación exhaustiva En los últimos tiempos la ambición de poder for­ma parte importante de los factores de riesgo para padecer de esa bola pecaminosa en tu espalda. A esto se une la maldad, la envidia, la vanidad, la in­juria, la lujuria, la gula, la corrupción… y todos los antivalores que pueda arrojar una radiografía para determinar qué tan grande y pesada es tu joroba.

El precio del diagnóstico Con los resultados en mano, no queda de otra que aceptar que todos debemos pagar por nuestros actos. Que la posición espigada que creíamos tener, en un abrir y cerrar de ojos se dobla y nos fija la mi­rada a un piso frío y sucio, muy diferente al techo impecable que veíamos cuando con altivez levan­tábamos la cabeza para evitar el contacto con nues­tras miserias. Sí, esas que regamos con nuestras pi­sadas y que ahora hay que recoger con las manos por todos los rincones, no importa cuán grande sea el dolor provocado por las jorobas del pecado que llevas en tu espalda.

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