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HISTORIA

El aterrador misterio del galeón español que arribó a México sin tripulación y a la deriva

Distintas fuentes hablan de un galeón de Manila que alcanzó las costas mexicanas con toda la tripulación fallecida. No obstante, los autores no se ponen de acuerdo en qué barco fue, ni en el año, y resulta probable que se hayan terminado por mezclar distintas historias y un poco de literatura siniestra.

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CÉSAR CERVERATomado de ABC Madrid, España

El descubrimiento de un «tornaviaje», para volver desde el Pací­fico a América, abrió miles de posibilidades comerciales y culturales al Impe­rio español. Magallanes demostró en su mítica expedición, de la que este año se cumplen cinco siglos de su inicio, lo relativamente sen­cillo que era llegar al Pacífico bor­deando el Atlántico por el sur, no así que fuera posible volver sobre sus pasos. Juan Sebastián Elca­no tuvo que conducir a la castiga­da flota castellana de Magallanes, que falleció lanceado por indios del Pacífico, por el sur de otro con­tinente, el africano, en lo que fue una travesía lastimosa bajo el aco­so de los elementos y de los portu­gueses, que controlaban las costas africanas.

Elcano salió ileso de aquella circun­navegación a la tierra, la primera en la historia, pero pereció pocos años des­pués buscando precisamente el anhe­lado «tornaviaje». No fue hasta 1565 cuando Miguel López de Legazpi y An­drés de Urdaneta hallaron una trave­sía viable a través de la corriente de Ku­ro-Shiwo. Con cinco naves y unos 350 hombres, el intrépido Legazpi atrave­só el Pacífico en 93 días y pasó de lar­go por el archipiélago de las Marianas. El 22 de enero desembarcaron en la is­la de Guam, conocida como la Isla de los Ladrones, y desde allí saltaron a la conquista de Filipinas. En nombre de la Corona Española, el navegante vas­co tomó posesión de varias de las islas y fundó la ciudad de Cebú (1565), la primera piedra para la colonización de las Filipinas.

En 1 de junio de ese mismo año Andrés de Urdaneta navegó en dirección a América, hasta la isla de Santa Rosa, en la costa de Ca­lifornia, y desde don­de viajó al puerto de Acapulco en octubre de 1565. A partir de en­tonces, la Corona española pu­so en marcha la ruta llamada del Galeón de Manila. Una trave­sía que cada año salía desde Acapul­co hasta tierras filipinas, trasladando plata para pagar las mercancías que los comerciantes españoles, fueran o no funcionarios, enviaban a Nueva España en el Galeón de Manila, y des­de Manila traía de vuelta seda y por­celana de China, marfil de Camboya, algodón de la India, piedras preciosas de Birmania y especias como cane­la, pimienta y clavo. Manila se trans­formó así en una población urbana, ideada como una base para expandir el comercio por el resto de la zona.

Los galeones empleados eran grandes embarcaciones, financiados por la Corona y construidos con ma­dera de teca. Tenían mucho arrufo, es decir, una cubierta arqueada y un centro más bajo que la proa y la popa, con castillos prominentes para dar es­pacio en las bodegas a las mercancías asiáticas. Desde Filipinas salían al Pa­cífico por el Estrecho de San Bernadi­no, atravesaban zona de ciclones en el mar de China, y navegaban luego unas 1.500 millas hacia el Norte-Nor­deste.

Ruta larga y terrible El viaje de ida resultaba pláci­do, pero el de vuelta era, a decir de los navegantes veteranos, «la más larga y terrible de las que se hacen en el mundo». En los 230 años de trayectoria, se perdieron hasta 30 galeones, miles de vidas y riquezas millonarias, dándose el caso de barcos que llegaban exhaustos a Acapulco. Los vien­tos, las corrientes, las tempesta­des, los corsarios (incluidos ja­poneses y chinos), los motines, la falta de alimentos y las enfer­medades como el escorbuto –que hinchaban hasta sangrar las en­cías de los m a ­rineros convertían esta ruta en la más larga sin escalas del mundo. Se podía tardar hasta siete u ocho meses.

«Hubo un marinero que dijo que más valía morir una que muchas ve­ces, que cerrasen los ojos y dejasen la nao ir al fondo del mar. Que ni Dios ni el rey obligaban a lo imposible», ano­tó en su diario el explorador Pedro Fernández de Quirós sobre los peli­gros de estas aguas.

En 1603, la San Antonio fue en­gullido en el Pacífico sin que nunca se supiera qué le ocurrió o dónde. Y, entre los casos más aterradores, se cita por muchos autores la historia de un galeón que fue hallado en las costas de Tehuantepec, con todos sus tripu­lantes muertos y a la deriva. Cuestión más difícil es determinar de qué barco se trató.

Según Pérez-Mallaína, autor del li­bro «Naufragios en la Carrera de In­dias durante los siglos XVI y XVII», aquel galeón sería el San José, que llegó en 1657 a México «convertido en un barco fantasma, sin nadie vivo a bordo. Probablemente todos mu­rieron de peste». Sin precisar el nom­bre de la embarcación, Henry Kamen también afirma en su libro «El rey lo­co y otros misterios de la España impe­rial» (La Esfera de los libros) que «en 1657 un barco llegó a Acapulco des­pués de navegar a la deriva durante más de doce meses: todos a bordo es­taban muertos».

Más confusión que respuestas Los autores que se refieren a esta terrible arribada del San José, con sus 150 tripulantes fallecidos, no son ca­paces de explicar, más allá de que se extendiera una epidemia, qué pudo ocurrir. No obstante, hay una cuestión que añade más confusión a este suce­so. Junto al San José, salió de Filipinas en el verano de 1656 otro galeón rum­bo a Nueva España, el Nuestra Señora de la Victoria, un barco reformado al mando de Francisco García del Fres­no. Dos barcos, un mismo año, ¿y dos destinos igualmente crueles?

Según consta en la documentación que se conserva, la capitana San Jo­sé zarpó de la bahía de Manila sobre el 30 de julio y llegó a Acapulco el 15 de marzo de 1657. El otro galeón de aquel año, Nuestra Señora de la Victo­ria, zarpó de Cavite el 17 de julio y lle­gó en marzo a las costas americanas, aunque no exactamente a su destino. Las autoridades de la Real Audiencia de Guatemala fueron informadas el 4 de abril de 1657 de que Nuestra Seño­ra de la Victoria se encontraba a la de­riva en las costas de esa región, con el piloto muerto y sin gente marinera pa­ra seguir el trayecto a Acapulco.

Unos marineros del galeón se echaron a tierra y pidieron ayu­da, lo cual puso en marcha una compleja operación de rescate, que implicó a más de cien per­sonas, con el objeto de que no se perdiera la valiosa mercancía. 80 tripulantes habían muerto y el estado del barco era calamitoso, pero se logró dar con grupo de personas con experiencia naval para suplir las bajas.

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