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EDITORIAL

Nacer dos veces

Los cambios físicos de una mujer que se convertirá en madre son evidentes. De tantos que se pudieran mencionar, el más visible es cómo su vientre crece a tal punto que un nuevo ser puede habitar dentro de ella. Sin embargo, durante esos nueve meses la transformación no se limita a lo palpable, existe una alteración que ocurre de manera indescriptible. Es como una danza que baila en perfecta cadencia, mientras va creciendo la criatura y la piel se expande, del mismo modo se agranda el corazón materno, introduciendo de manera natural, cualidades indispensables para su nuevo rol. El amor incondicional comanda la lista, con una pizca de paciencia, un toque de sexto sentido y un puñado de comprensión, sentido del humor, perdón y bondad.

Un sabio lo expresó una vez El filósofo indio Bhagwan Rajneesh, mejor conocido como Osho, lo dijo: “En el momento en que nace un niño, la madre también nace. Ella nunca existió antes. La mujer existió, pero la madre, nunca.

Una madre es algo absolutamente nuevo.” Con ese segundo nacimiento, surgen esas cualidades que transforman su interior y que las hacen ser únicas e irrepetibles, porque “madre es solo una” no es cliché, es un don que viene de Dios y cuando Él lo otorga, ofrece junto a la responsabilidad, características inherentes que son escasas en la humanidad, pero que están presentes en el alma más grande que existe en el universo, porque a diferencia del vientre de la mujer, que vuelve a su estado previo, el corazón de una madre nunca se achica ni vuelve a ser igual. Es un hermoso almacén repleto de amor para dar.

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