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COSAS DE DIOS

Yo atea y Dios creyente

La primera vez que recuerdo haberme despertado una mañana angustiada por asuntos de dinero, tenía 20 años y estudiaba en la universidad. Vivía en la casa de mi hermana mayor, Vicky, donde también estaba mi hermano, y aunque trabajaba, me administraba mal. Todavía en la cama, presa de una gran angustia, no había en la casa a quien recurrir, escuché que tocaron a la puerta. Allí estaba mi amiga María de la Cruz, cuya amistad aún conservo.

Lo que María me dijo, hizo que yo estallara en llanto. “Tu papá me pidió que viniera a verte, que tú me necesitabas”. El punto es que mi papá había muerto tiempo atrás. Ella soñó con él. Así llegó esa mañana, a la puerta de mi casa, el dinero para irme a trabajar y a la universidad. Un milagro que se repitió de distintas maneras, a través de gente diferente y circunstancias varias, a tal punto que, en una ocasión, escribí en un diario que llevaba entonces, que mi vida había sido siempre un poco milagrosa, las cosas llegaban en el momento preciso de dónde menos lo imaginaba.

En esa época, no frecuentaba la iglesia. Venía de un colegio católico, el Rosario, y de un grupo dirigido por una monja maravillosa, pero no oraba ni asistía a misa. De hecho, en ese entonces, atravesaba por una etapa de incredulidad y llegué a declararme atea. Decía que no creía en Dios. Pero Él continuaba a mi lado, ayudándome, sin disimular su intervención, pese a que mi ceguera no me permitía verlo. Y es que Dios no necesita que le conozcamos y le amemos para amarnos. Ayer lo decía un sacerdote y su frase me llevó a pensar en esa etapa de mi vida, en que mientras yo renegaba, Él me cuidaba con celo a cada paso.

Fue también en esos años cuando no acepté que un compañero de la universidad me llevara a la puerta de la casa, para que mis hermanos no fuesen a pensar que se trataba de un novio, y decidí llegar a pie en medio de la noche. Tomé el camino por donde vi a dos personas. Eran dos atracadores. Uno de ellos siguió detrás de mí con mucho sigilo y, justo en el momento en que extendió la mano para sujetarme por el hombro, algo me impulsó a mirar hacia atrás. Lo vi en la actitud que me permitió entender lo que pretendía. Eché a correr y el delincuente me persiguió, no había ninguna casa abierta, entonces, al doblar la esquina, apareció mi hermano Henry, que por primera y única vez en la vida, salió a mi encuentro, al ver que no llegaba. Él evitó que pasara por una experiencia terrible. Fue el instrumento que usó el Dios en quien yo no creía pero que, sin embargo, me cuidaba y esperaba con paciencia porque yo había perdido la fe en Él pero él seguía creyendo en mí. Así es Dios.

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