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COSAS DE DIOS

El grito de Teresa

Hay miradas difíciles de olvidar. Yo no olvido los ojos de Teresa de Jesús Guzmán Valerio. Tiene 88 años. Está en cama desde hace 12 meses. Primero, un grupo de jóvenes se la llevó de encuentro, en la Zona Colonial, cuando Teresa regresaba de asistir a misa. Producto de la caída, se fracturó el fémur derecho. Después, le sobrevino un accidente cerebro vascular que acabó por postrarla y le arrebató, también, el habla. Es delgadita, de piel blanca, ojos grandes, esos que me escrutaron cuando entré en su habitación. No sonríe pero tampoco parece enojada. Solo perpleja, como si no se creyera por la situación que está atravesando. Glauco, un compañero fotógrafo, le hablaba, sin obtener respuesta. La postración de Teresa le recuerda a la de su padre, ya fallecido.

Yo intentaba descifrar esa mirada extraña que solo se dulcificaba frente a María de los Milagros Guzmán, quien se ha hecho cargo de Teresa pese a que ella misma necesita cuidados. María, sobrina de la anciana enferma, ya cumplió 70 años. Sus hijos no viven aquí y la única compañía con la que cuenta es con la de su tía a quien tiene que alimentar, asear, vestir y medicar. Mucho trabajo para una señora que ya acusa sus propios achaques.

Testigo de este drama, un lector, a quien aún no he tenido el gusto de conocer, le habló de esta columna, que quizás podría servirles para obtener ayuda. Así me llamó María, una tarde, con su voz clara, su pronunciación de maestra de gramática, y su relato sobre la vida de su tía enferma a quien ya le salieron llagas en la espalda por el año de piel contra colchón. Durante el cual, también, se le infectó una oreja porque Teresa solo puede reclinarse del lado derecho y se lastimó con la almohada. No tiene hijos, ni esposo, solo su sobrina que se atrevió a llamarme, pese a que soy una extraña, para pedir ayuda. Dijo que necesita un personal médico y de cuidado que la asista con esta misión que ha asumido. Un servicio que el Estado debería garantizarles a ambas. Pero que, tal vez, se anime a brindarles un alma noble.

Si pudiera alzar la voz desde aquí, la levantaría en este momento para clamar por ayuda porque, mientras me despedía, comprendí aquella mirada de Teresa, que durante tanto rato me intrigó. Era un grito, un grito silencioso, lanzado desde esa cama a la que está atada.

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