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COSAS DE DIOS

Como un campo de guerra

Estuve en un apartamento que se encuentra en ruinas: las paredes agrietadas, descascaradas y sucias. Del techo penden pedazos de pintura y cemento. En algunos puntos queda al descubierto el esqueleto de varillas que sostiene el armazón de la estructura. La mayoría de los muebles están rotos y, también, sucios.

Cuando llegas, el caos que salta a la vista, impresiona. Te preguntas cómo alguien puede vivir en esas condiciones. La ropa, pendiente de lavar se amontona en el piso de las habitaciones y, por igual, los trastos sin fregar y los limpios se mezclan en la cocina. El ambiente asombra, deprime y resulta angustioso. Hice un esfuerzo para no inclinarme a recoger cosas tiradas, como en mi casa.

Entonces, observé un detalle en las caras de quienes viven allí: caminan con naturalidad, a través del desastre, sin que les perturbe. Saben que está sucio, roto y mal, y lo dicen, para excusarse, pero no muestran prisa alguna en tratar de cambiar eso. No los ves alarmados ante el grado de contaminación visual, y la falta de higiene que les rodea.

La explicación que encontré es que esa cueva sub-real en que se ha convertido su hogar les es ajena, porque han decidido que no pueden hacer nada para transformarla y, en especial, si hay algo que pudieran hacer, no están dispuestos a intentarlo.

Los que residen allí se acomodaron a vivir lo peor que pueden. Terrible, ¿verdad? Porque con una escoba, agua, jabón y determinación para echar a la basura lo que ya no les sirve, estas personas podrían disfrutar de un ambiente mucho mejor. Pero han cavado su tumba en ese lugar que, alguna vez, debieron mantener en mejores condiciones. Ahora, las palas de tierra les caen encima, pese a seguir vivos.

En principio, al entrar a esa casa, sentí mucha lástima. Pero mi opinión, al respecto, ha variado. Lo cierto es que vivir con dignidad cuesta muchísimo esfuerzo, trabajo y sudor. Piense en lo que cuesta regar las plantas cada día; fregar, secar y guardar los trastes; lavar la ropa; barrer y limpiar el piso; cepillar las paredes, incluso, cambiarle el agua a las flores o recolocar los cojines tirados. Así que bajar los brazos, y aceptar hundirnos en el caos, no es solo un acto de cobardía sino también de pereza. Por cierto, uno de los siete pecados capitales. Estas personas, además, se quejan de la justicia divina, culpan a Dios de su suerte, sentados cómodamente, en ese “hogar” tan destrozado como un campo de guerra, a donde solo ellos pueden llevar el orden y la paz.

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