COSAS DE DUENDES
Intercambio de infiernos

Crucito era un vecino cuya casa estaba situada a una decena de metros de mi hogar paterno. Se enfermó, no tenía pareja y vivía junto a sus sobrinos. Un día, tras recibir una llamada telefónica, mi papá salió corriendo hacia donde vivía Crucito y su familia. Recuerdo ver a otros vecinos ir detrás de él. Pero mi papá fue el primero en llegar y entrar a aquella vivienda.
Desde la galería de mi casa, lo vi salir, luego, con las dos manos en la cabeza en una de las cuales sostenía una pistola que, de manera imprudente, quitó de la mano inerte de su amigo. Crucito se había dado un tiro en la cabeza. Se suicidó. Recuerdo las lágrimas de sus sobrinos y de nosotros, sus vecinos. Todos lamentábamos aquella decisión funesta que tomó en la soledad de su habitación.
La agente se reprochaba no haber detectado a tiempo su depresión para brindarle ayuda. No recuerdo a nadie que celebrara la partida de Crucito, pese a que todos sabían que estaba muy enfermo y ya era mayor. Nadie dijo que había tenido una muerte digna. Ni celebró con música y champaña aquel triste acontecimiento. Lo que lamentaban era que un hombre tranquilo, con una vida apacible, terminara sus días de esa manera tan trágica. Orábamos por su alma. Para que encontrara descanso porque dice La Biblia que el suicidio es el único pecado imperdonable. Eso sucedió cuando era una niña. Ahora he visto transformarse el mundo que conocí hace unas cuantas décadas. Ya nada tiene un nombre feo porque siempre hay sutilezas para decir las cosas.
Por ejemplo, matar era entonces un crimen y, como dije, suicidarse se consideraba el mayor de los pecados.
Que algunos escogieran ese camino para dejar este mundo, pese a estar enfermos, fue siempre visto como una gran desgracia. La muerte era un terreno reservado a Dios y cualquiera que quitara una vida desafiaba sus designios. Ahora no. Al suicidio se le llama el derecho a una muerte digna.
Y a quienes matan a un enfermo terminal, en lugar de cuidarlo y darle razones para seguir viviendo, se les considera personas “llenas de misericordia”.
¿Y si las cosas son como nosotros los cristianos creemos y el suicidio representa la condenación del alma? Puede, entonces, que el trueque no valga la pena. La muerte digna nos ahorraría unos mese u años de dolor y, a cambio, nos daría una eternidad de martirio. No parece un buen negocio.
Estaríamos cambiando un infierno corto, y con esperanzas de terminar, por otro un millón de veces más largo y sin escapatoria.