COSAS DE DUENDES
Tres veces
Sería “un palo”, si los hijos nacieran con un manual debajo del brazo. Pero los niños vienen a este mundo sin un papelito que diga: “Éste va a ser más complicado que una paila de espaguetis, llévalo al paso”; o “ésta será haragana”; o tal vez “Te sacaste la lotería, puedes darle riendas sueltas porque será una lumbrera y muy obediente”. Ni soñarlo. Nadie trae referencias del lugar desde donde viene, así que los padres, en especial las madres, nos la “bandeamos” para educar, formar y convertir en personas de bien a esos marcianos que empiezan enseñándonos las encías y terminan, con esa misma boquita preciosa, pidiendo, reclamando derechos y dándonos lecciones que, la verdad, no les hemos pedido. Para educar a los tres regalos que Dios me mandó, yo trato de ir cogiendo ideas de aquí y de allá. Porque lo que le sirvió a otros padres puede que a mí me funcione. Así fue cuando, quejándome por la imposibilidad de lograr que mis hijos devuelvan las toallas al baño, pongan los zapatos en el clóset o lleven la mochila a su lugar, me enteré de la técnica que Marta Quéliz utiliza con sus hijos Dalia y Manuel Enrique. Marta, famosa entre sus amigas porque mide hasta los centímetros de distancia que deben quedar entre las sillas y la mesa del juego de comedor de su casa, me contó que Manuel y Dalia, desde chiquiticos, devuelven todo a su lugar porque ella les aplicó la siguiente técnica: cada vez que dejan algo fuera de sitio, los hace colocar y volverlo a quitar siete veces. Así esto conlleve un viaje largo o simplemente entrar y sacar una silla. Decidí aplicar la técnica en mi casa, pero, como conozco el sentido revolucionario de mis tres ángeles, decidí bajar la pena a tres veces y así lo anuncié con bombos y platillos. “De ahora en adelante todo el mundo va a llevar la toalla tres veces, si la deja encima de la cama cuando salga del baño”. La reacción, a coro, fue “¿Cómo?, ¿Qué?, ¿y eso?” el más ofendido fue Javier, el mayor, quien me increpó que eso era una dictadura. Le expliqué que la medida obedecía a que no me había funcionado pasarme doce años diciéndole que tenía que colocar la toalla en su lugar, por lo que, ahora, quería mostrarle que cada una de nuestras acciones tienen consecuencias y la de dejar las cosas fuera de sitio era tener que trabajar el triple de lo que habría hecho si, de primera intención, la devolviera a su puesto. Jorgito y Laura se tomaron el asunto con más humor, eso creí. Pero Jorgito se traía una entre manos que yo no imaginaba. Llegué en la noche del trabajo y, como siempre, él salió a recibirme. Me extrañó que abriera los brazos para que lo cargara, un gesto que hacía de pequeño pero que había ido dejando atrás con los años. Como yo llevaba puestos unos tacones kilométricos, se me hacía difícil cargarlo, pero tampoco quise desairarlo dejándolo con los brazos extendidos. Decidí quitarme los tacones, los dejé en frente de la puerta, y lo tomé en brazos para llevarlo hasta su cama. Estuvo tierno y acurrucadito hasta que llegamos al cuarto. Cuando lo solté, el muy traidor, me dijo con una sonrisita: “Ahora, tienes que traer tres veces los zapatos al cuarto porque los dejaste en la sala. Tres veces, ¿oíste?, tres veces”.