Memorias de viajes
Paisaje e historia se reúnen en Valladolid Al conductor del taxi que tomo en la estación de tren de Valladolid, le pido darme un paseo fuera del centro histórico. Me lleva de inmediato hacia la zona por donde descienden las aguas del río Pisuerga. Al cruzarlo por uno de sus puentes, me deleito ante su espectacular entorno. Una ribera con paisaje de entrañable verdor. Al cabo de un rato, el taxista me señala un moderno edificio: la sede de las Cortes de Castilla y León y luego, a lo lejos, un cerro donde a ojos vista se asientan residencia de alto costo. “¿Quiere acercarse para verlas mejor?”, me pregunta. “No, no, gracias. Prefiero que me deje ya en el centro”. Es que, en esta ciudad con algo más de medio millón de habitantes, estoy un tanto lejos si a pie hubiera de llegar. Me desmonto del auto preguntando al chofer hacia qué lado está la Plaza Mayor. Por lo visto está allí mismo. Camino alrededor de una cuadra hasta tener ante mis ojos la que es calificada como “primera Plaza Mayor regular de España, por su conjunto urbanístico que procede del siglo XVI”. Hacia ella se yergue la fachada de la magnífica Casa Consistorial. Pese a ser mediodía (en España tal término puede abarcar entre las 12:00 y las 3:00 de la tarde), por la temperatura relativamente baja mucha gente joven disfruta agrupada bajo el sol al exterior, sentada en bancos que, en el parque, rodean las bases de las luciérnagas con forma de farolas. Dispuesta a anotar unos datos, y a tomar algunas fotos, me pongo la gabardina que llevo colgada del brazo y, cuando del bolso saco el bolígrafo, éste se me va de entre los dedos, deshaciéndose en cuatro pedazos que caen al suelo. Los miro atontada. Y los dejo sin recoger. No quiero ensuciarme las manos con basura del piso. Además, no sé si voy a poder ensamblarlo de nuevo. Pero no me amilano. Tengo conmigo otro bolígrafo. Prosigo mi caminata mirando entretenida hacia los bares y cafeterías que funcionan en los soportales. Son locales con mesas al aire libre y parasoles que, sin embargo y pese a la hora, continúan sin abrir. Sentados junto a ellas se reúnen los lugareños en grupos. De tanto curiosear, -es mi primera visita a Valladolid, por lo cual para mí todo es nuevo- ni siquiera dirijo la vista hacia el suelo y, por tal despiste, en un ligero desnivel que separa la gran explanada de la zona a su alrededor doy un traspiés. Mi cuerpo se tambalea. Estoy a punto de caer. Afortunadamente no pierdo el equilibrio. Aún así, echo un vistazo en derredor pues me da vergüenza aunque, pensándolo bien, no tengo que preocuparme. Al fin y al cabo, aquí nadie me conoce.
