Mi hija y un Nicolás Guillén poco conocido
Legado: Guillén me insistió en la presencia de mi hija Roxanita, entonces con seis años de vida. Al verla, la tomó de la mano y le indicó a Osvaldo Salas reproducir con ella y sus amigos una imagen para la historia.
Otro en mi lugar habría sonado cacerolas. Pero no me viene sumarme al mundo espectacular. Moriré feliz, igual a quienes siembran flores inocentes.
Conocí el lado humano de Nicolás Guillén. Ese corazón ajeno a la política. No se daba golpes en el pecho, ni perdía el sueño por medallas, títulos, visitantes inesperados y cargos propios de su militancia partidista.
Todos querían figurear a su lado para luego exhibir el trofeo de guerra. Pero él sabía cómo escabullirse ante figurines inoportunos. Por suerte, todavía no existían ni el móvil ni la cámara digital. Con su amplia sonrisa se excusaba de aquellos buscadores de tesoros.
Hoy no ha venido el fotógrafo, está enfermo, lo siento –decía, mientras disfrutaba languidecer la esperanza de acosadores inoportunos.
Guillén no era una pieza mercadeable para imágenes turísticas.
Su impronta humana es poco conocida. Su olfato le impedía privilegiar, pero era feliz al entregar un obsequio, lo mismo a un empleado humilde que a un valioso intelectual. En tales casos, enviaba a su chofer en busca de sus dos profesionales preferidos: Osvaldo Salas y Ricardo Barrero.
Cuando algún escritor cubano de su admiración recibía un premio literario, presidía la entrega del galardón. Fui testigo presencial en varias ocasiones. Cuando el villaclareño Samuel Feijóo mereció el Premio Nacional de Cuento “Luis Felipe Rodríguez” por su libro “Cuentacuentos”, rió a carcajadas. El autor, emocionado, se subió sobre la mesa presidencial y exclamó a viva voz:
¡Alguna vez gana el güajiro!
Ese día terminé de aprender que la sustancia de su generosidad era la misma capaz de “amazar una estrella”.
Cuando fui electo Secretario General del Sindicato de la UNEAC, me llamó a su despacho:
Usted tiene el reto de un plan para actividades infantiles. Me gustaría ver estos jardines llenos de niños.
A las pocas semanas su iniciativa encendió un túnel a oscuras. Y la UNEAC se llenó de pequeños artistas por espacio de dos horas. Nicolás siempre asistía y se divertía al verlos cantar, decir sus versos, romper piñatas y competir en busca de regalos. Los fotógrafos eran cita obligada en aquellos encuentros, y el Poeta Nacional a veces indicaba captar sus imágenes junto a la contagiosa alegría infantil.
Me insistió en la presencia de mi hija Roxanita, aún en sus primeros seis años de vida. La tomó de la mano y le indicó a Osvaldo Salas reproducir con ella y sus amigos una imagen para la historia.
Le gustaba verla y su madre se esforzaba en la pulcritud de su vestir. En aquella ocasión compartió el retrato con su pequeña amiga Yunín.
Guillén asumía como propios los problemas de sus empleados. A ningún colaborador le dio la espalda en momentos apremiantes. No sé de dónde sacaba los recursos, o qué gestiones realizaba para cumplir con quienes trabajaban a su lado. Lo cierto es que nunca conocí a nadie que se marchara entristecido con un problema personal sin solución. No era su costumbre rondar por las oficinas, pero lo sabía todo. Nadie podía jugar a sus espaldas con su eficiencia laboral, aunque en los portales de la casona se colocaban tableros de ajedrez para que los intelectuales pasaran sus ratos libres en el Juego Ciencia.
Otro de sus toques distintivos fue su amor por las palomas. Una vez al día se le veía andar por el patio de la UNEAC rodeado de aquellas aves que parecían ser parte de su ingenio metafórico. Puñados de maíz eran lanzados a diestra y siniestra y aquellas voladoras, agradecidas, avanzaban a sus pies o se posaban en sus hombros y manos en señal de gratitud. Mi premonición no podría ser desacertada, pero Nicolás les hablaba, les susurraba historias y temas que solo ellas comprendían. No se marchaba hasta verlas subir a sus propios ensueños para luego correr por ese habanero aire puro que comenzaba a llenarse de turistas.
Guillén sabía escoger a sus colaboradores. Parecía tener pinzas dentro del corazón. Los empleados van y vienen y ninguno trae un cartel en el pecho con un recuento de sus méritos. Al morir Guillén, también llegó mi muerte. Durante diez años conocí su lado claro que muchos no quisieron ver. Un espacio siempre abierto por su fiera pasión hacia los humildes. Si lo evoco es por descubrir la añejada foto de mi hija Roxanita, tomada de su mano y recreada para la posteridad en la foto de Osvaldo Salas que tal vez no le de la vuelta al mundo. Pero sí lo hará en mi mundo. Y ahora, en el de mis lectores.