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Reserva a la carpeta fiscal: análisis del art. 291 del CPP

El art. 6 de nuestra Carta Sustantiva dispone que están sujetos a ella “todas las personas y órganos que ejercen potestades públicas”, lo que se reitera -en cuanto a la Administración Pública- en el art. 138. La concreción de este principio sería una quimera si el carácter del texto supremo no fuese normativo, y por supuesto, si el tipo de Estado que asumimos en virtud de su art. 7, fundado en la existencia de controles orientados a proteger efectivamente los derechos fundamentales, no fuera contrario a la idea del poder autocrático. Alejandro Nieto nos recuerda que “En un Estado Constitucional los poderes están limitados y controlados, porque no hay potestades sin límites”.

El debido proceso, una de esas cláusulas que operan como barrera de la arbitrariedad, incorpora en su repertorio el deber de motivación que, si bien no tiene sustento constitucional directo y expreso, se desprende de los postulados implícitos del Estado democrático de Derecho. Con su solvencia habitual, Emilio Dolcini, catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Milán, afirma que se trata del más eficaz “instrumento predispuesto por la ley para el control democrático de un poder cuyo titular es el pueblo”, y no sin razones incontrovertibles es ya doctrina consolidada de la Corte IDH, del TEDH y, a partir de su TC/0009/13, de nuestro colegiado especializado de justicia constitucional.

Consciente del rol normativo de la Constitución, o de lo que Ferrajoli denomina la “rematerialización constitucional” generada por normas superiores de carácter sustancial que fijan límites y lazos de contenido, el legislador se cuidó de no dejar fisuras en torno al deber de motivación respecto de los jueces (arts. 141 y 24 de los Códigos de Procedimiento Civil y Procesal Penal), ni en cuanto a los órganos públicos en el desempeño de función o actividad de naturaleza administrativa. En efecto, el art. 4.2 de la Ley núm. 107-13 lo prevé como parte del catálogo de derechos del principio a la buena administración, en tanto que el art. 6.2 lo impone como deber a cargo del personal a su servicio.

Pero eso no es todo; el párrafo II de su art. 9 subordina la validez de “los actos administrativos que se pronuncien sobre derechos, tengan un contenido discrecional o generen gasto público”, a su clara y precisa fundamentación, mientras que la parte capital del art. 14 sanciona su omisión -cuando lo actuado se enmarque dentro de potestades de tipo discrecional- con la nulidad absoluta. Para decirlo de otro modo, si la voluntad o juicio expresado por el órgano público en ejercicio de la función administrativa -por oposición a la legislativa y jurisdiccional- no está abocada a una única posibilidad, sino a dos o más opciones que pudieran ser igualmente válidas y legales, debe -sí o sí- justificarla de forma razonada.

El Ministerio Público figura entre los órganos y entes incluidos dentro del ámbito inexcusable de aplicación descrito en el art. 2 de la Ley núm. 107-13, pues no obstante alcanzar su reconocimiento en la Carta Magna y recibir de ella sus competencias esenciales, no está emancipado del presidente de la República, autoridad rectora de la Administración Pública Central. El mismo texto fundamental le atribuye al jefe de Gobierno la facultad de designar y remover libremente al Procurador General y a la mitad de sus adjuntos, por lo que para situarse a un costado de su esfera, no le basta ser un órgano constitucional, como ocurre también con la Contraloría General de la República y la Policía Nacional.

Es de rigor, además, que sea extra-poder, o lo que es lo mismo, que esté dotado de autonomía reforzada por “… una serie de prerrogativas que operan, por un lado, de manera positiva, habilitándole a hacer determinadas actuaciones, y por el otro, de manera negativa, impidiendo que respecto de él sucedan otras”. De ahí que en su TC/0032/13, el Tribunal Constitucional no vaciló en ubicar al órgano de la persecución penal “dentro de la órbita del Poder Ejecutivo”, criterio que luego reiteró en su TC/0153/13. Pero, ¿a qué viene este largo exordio? Lo explico: el art. 291 del Código Procesal Penal (CPP en lo adelante) faculta al Ministerio Público, siempre que resulte “indispensable para el éxito de un acto concreto de investigación”, a negarle el acceso a la carpeta fiscal al imputado contra el que no haya solicitado medida de coerción ni anticipo de prueba.

Es fácil advertir, partiendo de la distinción de Ronald Dworkin sobre los dos tipos de discrecionalidad, que estamos ante una en sentido débil, o sea, de un grado de arbitrio menor y leve que le permite al funcionario actuar o elegir dentro de una estrecha franja de posibilidades. La libertad de elección –no de actuación- que el art. 291 dispensa, está atenazada a una circunstancia tasada en la misma norma, por lo que para hacer reserva total o parcial de las pruebas a cargo y a descargo recolectadas durante la etapa preparatoria, debe acreditarse su necesidad imperiosa en base al “éxito” de un específico acto investigativo.

La dificultad que ha presentado –y sigue presentado- la aplicación de este precepto se debe a un resabio que ha echado anclas entre los fiscales, salvo honrosas excepciones. Insisten en creer que el CPP es un átomo desprovisto de toda suerte de interrelación, una unidad de sentido autárquico e impermeable a otros sectores del Derecho. La opinión predominante entre ellos es que el todo unitario y sistemático que conforma el ordenamiento jurídico, excluye al CPP. De ahí la escasez de racionalidad de muchas de sus construcciones dogmáticas, y las que han construido alrededor de la disposición en comento no es ninguna excepción.

Suelen cerrar la fase de la investigación sin permitirle al imputado agotar en ella el derecho a la contradicción. Ahora bien, ¿no está la reserva de la carpeta fiscal condicionada a la justificación objetiva de que esa elección abone el “éxito de un acto concreto de investigación”? Sí, y por tratarse de una actuación administrativa que irradia efectos jurídicos sobre el imputado, el Ministerio Público debe justificarla adecuadamente. No obstante, amparándose en el silencio que al respecto guarda el art. 291 y, peor todavía, ateniéndose a su interpretación literal y aislada, no lo hacen, ignorando que todo acto aplicativo de cualquier precepto activa simultáneamente la marcha del texto que lo prevé y la del resto del universo normativo.

La motivación como garantía fundamental no es una concesión graciosa del poder estatal, sino una obligación cuyo fin último es reducir el decisionismo arbitrario. Tomás Ramón Fernández Rodríguez pone el dedo en la llaga: “… todo aquello que es o se presenta como carente de fundamentación objetiva, como incongruente o contradictorio con la realidad que ha de servir de base, como desprendido de o ajeno a toda razón capaz de explicarlo, es arbitrariedad”. Vedarle al imputado el examen de la carpeta fiscal sin hacer constar por escrito las razones de esa decisión, infringe la Ley núm. 107-13 y, peor aún, desconoce el rol normativo de la Constitución y de la doctrina del intérprete auténtico de nuestra Constitución.

Me parece trágica la paradoja de hablar de constitucionalismo garantista o principalista cuando una estructura institucional que se rige por el principio de legalidad, según el art. 170 del texto supremo que replica el art. 13 de la Ley núm. 133-11, persistentemente se rehúsa a motivar su voluntad de naturaleza administrativa: “Un mero porque si o porque lo digo yo, o porque así lo creo o lo siento, es arbitrariedad pura y simple”, sostiene Fernández Rodríguez. Aunque le cueste aceptarlo, lo cierto es que el Ministerio Público está en el ineludible deber de racionalizar todas y cada una de sus actuaciones.

Es el mejor candado para las recurrentes desviaciones de poder, o para decirlo al modo de García de Enterría, de controlar “los poderes públicos desbocados”. Pero no es, insisto hasta el hastío, lo que ocurre con motivo de la aplicación del art. 291. Y voy más lejos: el art. 25 del CPP autoriza el uso de la analogía cuando favorezca el ejercicio de los derechos del imputado, lo que trae al debate el art. 4.19 de la Ley núm. 107-13, que le otorga derecho a los administrados para examinar los expedientes administrativos, excepto declaración motivada “de reserva que en todo caso habrá de concretar el interés general al caso concreto”.

Bueno es notar que para inclinarse por la excepción de la regla, se exige “concretar el interés general”, por lo que para excusarse no bastaría referenciar el concepto como frase comodín o cláusula de estilo. De hecho, son múltiples las veces que el Tribunal Constitucional peruano ha exigido que se “muestre puntualmente el nexo coherente entre el medio adoptado y el interés general circunscrito al que apunta… Es así que el interés público, como concepto indeterminado, se construye sobre la base de la motivación de las decisiones, como requisito sine qua non de la potestad discrecional de la Administración, quedando excluida toda posibilidad de arbitrariedad”.

Mutatis mutandis, el enunciado de dicho art. 4.19 es el mismo del art. 291 del CPP, de manera que negarle al imputado el acceso a la carpeta fiscal porque se le encaja la gana a este o aquel otro fiscal, es lo que Fernández Rodríguez llamaría “el reverso o negativo de la justicia y del derecho”. Es posible que le rechine como bisagra oxidada al órgano persecutor, pero la potestad que le confiere el art. 291 no es omnímoda, sino discrecional, supeditada a un argumento -como resaltaría MacCormick- de carácter consecuencialista: “al éxito de un acto concreto de la investigación”.

Sin dictamen administrativo suficientemente motivado, la suerte de lo actuado está fatalmente sellada, y si interviene uno, la razón de la elección debe ser plausible, coherente y congruente con el carácter “indispensable” que reclama la indicada disposición. El derecho como acto de razón y reflexión debe prevalecer, por lo que la potestad habilitada por el art. 291 implica en sede aplicativa la concreción por escrito del supuesto en ella inacabado, esto es, fijando el itinerario de fundamentos lógicos y racionales que lo llevan a proteger la carpeta fiscal.

Lo contrario equivaldría a glorificar el autoritarismo, y sin ánimo de tumbarle al lector los párpados de tedio, conviene repetir que la Corte IDH ha sostenido que el deber “de adoptar resoluciones apegadas a las garantías del debido proceso en los términos del art. 8 de la CADH”, no margina a ningún órgano público, pues en un Estado Constitucional no existen zonas exentas de control. Llámense como se llamen, todos los actos del Ministerio Público deben motivarse. La acción penal no es ni puede ser máscara de despotismo, como tampoco la norma objeto de este estudio puede seguirse interpretando y aplicando de espaldas al constitucionalismo garantista, uno de cuyos principios basilares es el de interdicción de la arbitrariedad que ellos, los fiscales, se complacen en violar con dolorosa frecuencia.

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