Santo Domingo 23°C/26°C thunderstorm with rain

Suscribete

Patente de corso

Una historia de amor

La guitarra, inseparable compañera. 2) Unbuen guiso.

La guitarra, inseparable compañera. 2) Unbuen guiso.

Avatar del Listín Diario
Arturo Pérez ReverteMADRID, ESPAÑA TOMADO DE ZENDA LIBROS

Creo que la de Ma­nolo y Pepa es una de las más bonitas historias de amor que conocí nunca. Ocurrió hace tanto tiempo que no estoy seguro de que ella se llamara de verdad Pepa. Del nombre de él sí me acuerdo, pues es al que más frecuenté. Los conocí a mediados de los 70. Tenían un restaurante di­minuto entre la carretera de La Coruña y el puente de los Franceses: una pequeña venta que siempre estaba llena. Qui­zá algunos de quienes lean es­to los recuerden, sobre todo a Manolo. Era sesentón, flaco, agitanado de aspecto. Todavía un hombre guapo. Atendía las mesas y de noche, al terminar, tocaba la guitarra. Ella era re­gordeta, más rubia que more­na, con bonitos ojos claros. Y poco a poco fui enterándome de su historia.

Todo había empezado vein­te años atrás, durante una montería a la que asistían mi­nistros, jefes provinciales del Movimiento y autorida­des varias, acompañados de sus esposas: escopetazos, ce­na campera y cuadro flamen­co con bailaoras, cantaores y guitarristas. Uno de esos gui­tarristas era Manolo: more­no, chuletilla, gitano. A Pepa, por entonces mujer de uno de los ministros, le cayó simpáti­co. Tanto, que al regreso a Ma­drid, acompañada por amigas de confianza, empezó a visitar el lugar donde Manolo actua­ba, un conocido tablao que es­taba en la plaza de Santa Ana. Él la veía entre el público de turistas, actores de cine ameri­cano, señoritos noctámbulos y gente de diverso pelaje, y toca­ba mirándola a los ojos con su espléndida sonrisa. Acarician­do la guitarra como si la acari­ciara a ella.

Acabó pasando lo que tenía que pasar. Arropada por las ín­timas amigas, Pepa faltó al sa­grado deber del matrimonio, como se decía entonces. Se enamoró hasta las trancas; y a Manolo, que al principio só­lo se dejaba querer, le pasó lo mismo. Él era soltero y ella no tenía hijos. Más que sim­ple amor, por ambas partes fue un acto de valor en toda re­gla, porque la época no estaba pa­ra adulterios, y mucho menos con señoras de ese nivel y poderío. Hablamos de los primeros años 50 en la España de Franco, o sea. Quien lo vivió, lo sabe. La estricta moral del régimen, al menos en lo público, lo ponía realmente difí­cil. Al fin ocurrió lo más temible: el marido, el ministro, se enteró. Y empezó la pesadilla.

Hubo varias fases. La prime­ra, con intervención de parien­tes, amigos de la familia, obispos y hasta policías. Ante todo eso, Pepa se portó como se portan las mujeres de casta cuando se ena­moran: irreductible, orgullosa y valiente. Y como ella no cedía, el ministro hizo que fueran a por Manolo. Primero fueron deten­ciones arbitrarias, días de cala­bozo y palizas. Después, usando su influencia, consiguió que lo echaran del tablao y que nadie le diera trabajo. Lo dejó sin un duro y en la calle, pero no conta­ba con la casta de Pepa. Al ente­rarse, dejó al marido y se fue con Manolo.

Siempre perseguidos por el marido-ministro, vivieron un tiempo con los ahorros de ella y lo que el guitarrista ganaba mal­viviendo por ahí. Y entonces a Pepa se le ocurrió la idea. Tú tocas de maravilla y yo cocino como los ángeles, dijo. Monte­mos un restaurante. Con sus últimos recursos se pusie­ron a eso, alquilaron un local y ella pidió ayuda a sus ami­gas de la buena sociedad, que clandestinamente, encanta­das con la romántica historia, la alentaban todo el tiempo. La comida era simple, de cu­chara: lentejas, fabada, esto­fados, cocido. Todo muy bue­no, pero nada más. El truco clave fue poner unos precios desproporcionados, carísi­mos, como si ahora por unos huevos fritos con patatas te clavaran cincuenta euros. Y el día de la inauguración, las amigas se portaron: aquello se llenó de señoras de ministros y altos cargos, de amigos con pasta, de gente bien. Pepa co­cinaba, la hermana de Mano­lo servía y él tocaba la guitarra. El éxito fue enorme, y lo siguió siendo durante años. Y aunque empezaba a decaer cuando yo empecé a ir por allí, los fines de semana era imposible encon­trar una mesa libre.

Fue así como, una noche de copas y conversación hasta las tantas, Manolo me confirmó los detalles de la historia que yo ha­bía ido conociendo a retales. Ya tocaba él la guitarra raras no­ches, aunque ésa lo hizo. Está­bamos allí algunos amigos del diario Pueblo –Paco Cercadi­llo, Pepe Molleda y no recuerdo quién más– y conversamos has­ta muy tarde, dándole al alcohol y al tabaco sin ganas de irnos. Y al fin, como aquello se prolonga­ba, Pepa se asomó desde la coci­na para decir que ya estaba bien, que era hora de cerrar. Y Mano­lo, sonriendo resignado, dio la última calada al pitillo, puso a un lado la guitarra, apuró el gin­tonic y dijo: «Ahí la tenéis. Si hu­biera sido ternera, habría parido toros bravos».

Tags relacionados