Tiro de gracia
Una limosna, por favor
Por la avenida Winston Churchill muchos niños y mujeres embarazadas, ciegos, mancos, cojos extendían sus manos sudorosas.

Vianny Solano me incluyó en aventuras inolvidables. Ella perteneció a la segunda promoción del programa Periodista por un Año (2007). Integró un grupo de pasantes que, como todos, enriqueció mi vida, tanto en calidad humana como sabiduría generacional.
A su llegada al Listín, Vianny fue insertada en el área de Entretenimiento y después en Revistas. Todos los días venía ante mí en busca sonrisas e historias. Terminó de unirnos mi respuesta a un periodista de Costa Rica que denostó el nombre de nuestro país al tildar como nido de delincuentes a un espacio de San José llamado “Tierra Dominicana”. Allí no vivía ningún criollo. Ella y yo planificamos un viaje allí para recorrer la zona y comprobar que ninguna banda operaba bajo el sello nacional, pero ese sueño no pudo cumplirlo. Ella sí pudo verificar con sus propios ojos la humildad de nuestros compatriotas en aquel país, todos gentes tranquilas y laboriosas, emigrantes tranquilos integrados con humildad a ese entorno.
Uno de esos días de intenso calor, y cansados de espectáculos poco edificantes, invité a Vianny a compartir una historia sobre aquellos seres errantes, tarados, minusválidos, extranjeros y hasta menores de edad que salían cada noche de algún lugar del tiempo hacia los transeúntes y conductores para aplacar su implacable infortunio.
Fueron intensas jornadas. Escogimos un punto de la ciudad para recorrerlo y contactar a los protagonistas de aquellas jornadas pedigueñas. Después vendrían entrevistas, vigilancia y seguimiento. Y al final, la procedencia de cada quien saldría a relucir.
La avenida Winston Churchill, concurrida y emblemática, devino en centro operativo. Muchos niños y mujeres embarazadas extendían sus manos sudorosas. También descubrimos débiles visuales, mancos y especímenes sin piernas que se movían entre los autos con más destreza que la nuestra.
Recogimos historias de indocumentados, extranjeros ocasionales, menores descalzos, mancos y ciegos con vista de águilas.
El producto de sus recaudaciones era recogido varias veces en la noche por aparecidos anónimos. Uno me confesó la necesidad de ese método para proteger lo recaudado porque “…ellos se roban entre sí, y se pelean y abandonan el trabajo, y esconden lo que recaudan en distintos sitios”. Aquellas palabras no eran ciertas. El entrevistado intentaba justificar lo injustificable: Él no daba la cara, era parte de un esquema de explotación.
Vianny se atrevió a más. Me confesó el sitio donde cada atardecer un ómnibus dejaba a los pidientes y desde ahí, estos se desplazaban a los sitios elegidos. No se detuvo hasta acechar a un informante. Este le contó que el ómnibus salía de un almacen abandonado donde pernoctaban, comían y mal vestían (sin mucha agua) aquellos harapientos a cambio de recaudar limosnas por las calles y entregarlas al custodio que los llevaba y traía todas las jornadas. En fin, una iniciativa empresarial con olor a bajo mundo.
Tuve que calmarla porque me habló de una mafia, y podían hacerle daño.
La felicité y la saqué del lugar. Sucedió cuando alguien me sorprendió a solas. Y su mirada fue como daga hiriente: “Dígale a esa joven periodista que no se meta con nosotros si quiere seguir escribiendo”. Me hice el temerario, lo desafié, pero el aparecido me dio la espaldas no sin antes advertirme: “Y a usted también”.
Recapacité lo suficiente. Pensé en mis límites. Y que en aquel contexto no era un servicio del periódico, sino una investigación muy personal. Y también traté de protegerla. Nunca se lo dije como ahora lo escribo.
Si hoy he vuelto al tema y he decidido poner en breves trazos una parte de aquella jornada profesional no es solo en homenaje a Vianny quien, con un coraje fuera de serie, enfrentó lo escondido en la oscuridad. Lo hago porque es hora de que este país, hermoso y sufrido, donde todavía impera la violencia, conozca episodios como ese que pocos se encargan de tocar.
Me he dado cuenta, quince años después, que los limosneros son pocos, pero son. Fueron y cada día tienden a desaparecer por los aires de la modernidad. No sé si Vianny se ha percatado de ello. Pero supongo que no será muy feliz para ella recorrer en horas de la noche la avenida Winston Churchill y descubrir que todavía deambulan por ella nuevos infelices.
