La República

REMINISCENCIAS

La opacidad del afecto es traicionera

Marino Vinicio Castillo R.Santo Domingo

El afecto es un vínculo fuer­te. En la fami­lia es donde se revela mejor. Cuando pasa al plano de la amistad y es sincero, se hace hermosísimo.

Hay ámbitos en los cuales se hace temible, cuando suele ser usado como ardid.

La política brinda el ejemplo para casos de fal­sos afectos; ahí sólo se mueven intereses que tie­nen cursos tan sinuosos que la hacen un inhóspito hospedero.

Tiempos especiales co­mo éstos, entrecruzándo­se las crisis, promueven del algún modo las des­lealtades.

Se hace fácil la fuga de las conveniencias; por ini­cuas que sean, no se per­ciben plenamente en sus miserias; se actúa bajo una especie de estado de necesidad y cada quien pone proa a sus ventajas.

La integridad, a toda prueba, cruje y la desver­güenza saca su traje de luces porque todo se aprecia como un fandango.

Se pierde con ello el rigor de la “exigibilidad de otra conducta” porque, en defi­nitiva, “todo se vale”. “Na´es na”, dicen los pillos jubilo­sos.

Lo peor, en esos perío­dos ruinosos de la seriedad es que los pueblos enflaque­cen y pierden bríos sus ener­gías y parecen incapaces de medir sus riesgos y daños en medio de esos vendavales de ruindades.

Nosotros atravesamos por “una ceja oscura”, como es todo lo que peligre la Patria.

Afirman los desertores de deberes más sensitivos, que no lo creen. No les convie­ne admitirlo, es mi respues­ta. Llegan excrecencias y les rodean para recibir elogios por sus habilidades de infli­gir ofensas.

“Hay que respetarlas por­que son peligrosas”; “mejor es convivir con ellas”, sin te­mer siquiera que sigan en su incesante simulación de fal­sas lealtades.

Hubo entre nosotros un tiempo en que una inteli­gencia superior que nos go­bernara se complacía viendo las volteretas y acrobacias de gente que le había agredido y desconsiderado, pero que terminaron por llevarles los periódicos y leérselos, dada su no videncia.

Llegó a designar en un apetecido consulado Antilla­no a alguien que hiciera ca­rrera por insultarlo y cuando una hermana del gobernan­te le reprochaba, por lo que había hecho sufrir aquel en­gendro del dicterio a la fami­lia, especialmente a la ma­dre, le respondió: “Cállate, hermana querida, que lo que he hecho es apagar un radio impertinente.”

Están apareciendo mues­tras penosas de este tipo de degeneración del medio so­cial, en grave descalabro del quehacer político.

A mis hijos les he di­cho: “Conserven la sereni­dad; vendrán cosas aún más oprobiosas; manténganse aferrados a ideales verdade­ros, como son todos los rela­cionados con la República y su sagrada independencia; no atiendan voces de convi­tes; sólo guíense por princi­pios; el destino nacional es el máximo objetivo por el cual luchar; no estaré junto a us­tedes y no puedo alegrarme, porque para mí su suerte es la de mi pueblo.”

Es mi caso, estoy en el tra­mo de dejar de ser porque agoto un ciclo de vida con límites y éstos son irremo­vibles. Sin embargo, siento los recuerdos en interesante vendimia.

Una joven de mi pueblo, callo su identidad por razo­nes obvias, no era atractiva como otras muchas que sur­gían cual brotes primavera­les. Llegó a la plaza un joven Teniente que se hizo cargo de todos los anhelos de las mu­chachas. Alto, apuesto, sim­pático, se lo disputaban y has­ta el nombre lo ayudaba para la conquista. Era el de un ca­cique que fuera leyenda.

Un día, mientras bailaba y se divertía en el Restaurant Janizcio, ese nombre es po­sible, fue informado por un Sargento muy contrariado, que había llegado un Gene­ral cuyo nombre inspiraba gran temor a todos. Se puso de pie el Teniente y se despi­dió sin perder la sonrisa, pe­ro con una extraña expre­sión: “Amigas, me voy para siempre, pero no olviden que luché por ustedes y sus hijos, que algún día llega­rán.” Ninguna cayó en cuen­ta, menos la fea, que estaba en el grupo de gardenias con su alma asombrosa.

Luego de partir el joven oficial en su camino hacia la muerte, les dijo a las bellas sonrientes: “Ustedes lo olvi­darán. Yo no.” Y se fue.

Algún tiempo después se suicidó, pero realmente, no como simularon aquella tarde del Janizcio en la For­taleza Duarte, precisamen­te donde se había suicidado con las manos de su honor el valeroso Capitán Saviñón y luego se ahorcara a mi her­mano Hostos Pelegrín.

Muchas veces conversé con mi inatractiva amigui­ta y ella se empeñaba en ci­tar a Enriquillo, el valeroso Teniente, sobre todo porque también habían sido asesi­nados Narciso, Amado, Don­do y Papito, los jóvenes ar­tilleros que cayeran en el complot del legendario Ca­pitán Marchena.

Ella, antes de suicidarse, me llegó a decir: “Murieron por sus principios. Me ena­moré del Teniente, luego de su muerte. Nunca supe si dejó algo escrito, pero me te­mo que no, pues de haberlo hecho, de algún modo yo lo hubiese sabido por mis vín­culos con su valiosa familia.”

A mis hijos les digo: “Su madre, muerta reciente­mente, supo de todos los agravios en mi contra y fue muy estoica; manteniendo el odio muy distante de su vi­da. Tomen el ejemplo.”

Mantenerse alejado del albañal de las deslealtades y de los rencores es una buena bandera para los combates por venir. No dejarse ultra­jar por resabios, sino aferrar­se a las necesidades de la Patria, aunque con ello se comprometan todos los in­tereses que tenemos por vi­tales, la vida o la propiedad.

Tags relacionados