REMINISCENCIAS
Yuna y una recua de recuerdos
No regatearle a la pandemia que tiene rasgos de remanso es justo. Por trágico que sea su paso, abre espacios y monta silencios para meditar; uno siente que se refunda cuando la memoria hace recua de recuerdos que llegan frescos como una dimensión nueva de la vida.
Hoy quiero relatar cosas ocurridas a orillas del Yuna, cuando era nuestro Nilo, generoso en la nutrición de las mejores tierras del mundo, impetuoso y devastador en ciegas crecientes.
Allá por el año ´45, fui por primera vez, porque tenía interés de conocer los lugares donde mi padre escribiera la carta que me hiciera llorar, que apareció reproducida en este diario en mi reminiscencia anterior; ya lo había hecho hace noventa y dos años.
Los Cerrejones del Yuna era el lugar preferido de mi padre para descansar, trabajando en su finca ganadera y de cacao en los escasos recesos de sus luchas profesionales y políticas.
Yuna fue su amada alternativa y en gran modo su refugio espiritual, según el testimonio de mi madre. Tenía pues su huérfano, que no le conociera, necesidad de ir donde estaban su Caño Azul, su Laguna Colorá, su Firme para el salvamento de su ganado y su Joya para cultivos de ciclo corto. En fin, el huérfano, buscando reconstruir al padre desaparecido.
Me fui al lomo de una yegüita alazana, que era el asombro de todos, pues parecía volar y era incansable. Desde la Estancia María Virgen me llevó todo un día y en la aurora siguiente fue mi admiración por la sensibilidad del padre. ¡Qué lugares tan hermosos, Dios mío!, entre el río y los riscos de Los Haitises.
La novedad de la presencia del “hijo nidal de don Pelegrín” conociendo su finca fue inolvidable; gente de todas las edades quisieron conocerme, especialmente los viejos que trataran con el licenciado que había muerto en Francia catorce años antes.
Pero ésto se hizo dentro de un silencio explicable: recordaban el día en que la guardia llegara al rancho entre la reaparición del río Cevicos, después de recorrer kilómetros subterráneos por Los Haitises y la Laguna Colorá.
“Allí estaba sentado en una mecedora don Pelegrín”, me contaba un hombre llamado Beco, “cuando llegó la guardia, pero en son de paz. No se lo venía a llevar, sino a hablar.”
Años después supe del Coronel Flores, que llevara el encargo de Trujillo de ofrecerle seguridad de que “podría viajar al extranjero”. Sabía ya de su cáncer de colon y no puso caso a un delator de sobremesa que le había dicho que “no tendría seguridad su gobierno mientras Pelegrín estuviera conspirando.” “Se fue para no volver”, me dijo callado y muy por lo bajo Beco, agregando: “Parece que se llevó los pantalones de todos los hombres.”
Al regresar al pueblo mi madre oyó mis impresiones. Ella no había ido nunca, pues le temía a la barca necesaria del rio para llegar, después de dejar el tren en la Ceiba de Hostos.
Pues bien, es ahora cuando leo un libro interesante que trata de la vida de un notable abogado dominicano, Dámaso Antonio Guzmán López, Memorias de un Abogado de Pueblo, cuando logro amarrar los recuerdos. Don Antonio era un hombre muy prudente y atildado y su esposa era hermana de quien fuera mi tío político y padre de crianza. Visitaban frecuentemente la casa y me hablaba con emoción de su trato con mi padre, a quien asumía como una especie de guía espiritual por lo mucho que le ayudara en su formación como abogado. Terminaron por ser abogados asociados.
Ya muerto Trujillo, siendo un destacado jurista civil, aportó su prestigio a la tribuna de acusación en el juicio contra los asesinos de las Hermanas Mirabal, pues eran muy estrechas sus relaciones con sus padres.
En ese tiempo, estando en casa, le comenté que otro abogado amigo, Juan Tomás Lithgow, me había dicho que había entregado una carta de Desiderio Arias a mi padre, donde éste le avisaba de su “levantamiento” y le pedía contar con su apoyo. Mi padre le respondió, según dijo: “Le deseo todo el éxito posible, pero yo estoy muy enfermo y talvez no pueda ser útil.”
“Es posible”, respondió don Antonio, “aunque no supe de ella, porque él se había retirado a Los Cerrejones y estaba ya enfermo.” Ahora en su libro de Memorias me encuentro con que en el capítulo que le dedica a mi padre cuenta de las conspiraciones y ya no me quedan dudas de que el delator de sobremesa tenía sus razones para señalarlo como peligro.
Don Antonio, ese día me dijo: “No dudo que fuera así, porque era un rebelde impenitente y cuando pronunció el panegírico del Capitán Saviñón, que se suicidara antes que entregarle la Fortaleza Duarte a Trujillo, lo que dijo allí fue un llamado a la insurrección.”
En la próxima reminiscencia completaré el recuerdo, tanto con don Antonio como con el viejo Beco, el de la ocurrencia de los pantalones llevados para el extranjero.