REMINISCENCIAS
No seguir de largo, descuidando los presentimientos
Un hombre, en plenitud, se apersonó al Palacio de Justicia de Ciudad Nueva, recientemente, incendiándose por sus propias manos mientras demandaba justicia.
Se dijo: “algo pintoresco”; “una ocurrencia de algún perturbado”; “un desajustado de la pandemia”, “excéntrico y exhibicionista”, “un espectáculo extravagante”.
Se pensó así con la ligereza de andar pontificando sobre “corrección y suficiencia”, sin ponerse en los zapatos del otro, objeto de disimulada burla.
¡Un error! ¿Quién era el suicida en queja? ¿Tenía padre, madre, hijos e hijas, esposa o compañera? ¿Cuáles eran sus últimos apremios? ¿Acaso desconocía que un galón de gasolina derramado sobre su cuerpo, al recibir el fuego mínimo de una cerilla lo convertiría en una tea? ¿Qué pasó por esa mente tan atormentada?
Todavía hay pueblos y civilizaciones que tienen entre sus ritos sagrados la inmolación como mensaje; pero, tal no es el caso nuestro.
¿Por qué entonces viene a ocurrir este desenlace tan penoso? Lo recibí con pesar, sin conocer al inmolado ni saber de sus alegatos.
Un signo preocupante del tiempo nuestro. Se me dirá: “Tranquilo, tranquilo; es un hecho aislado; estaba deprimido.” Sé bien que en tiempos de calamidades, es frecuente encontrar esas experiencias, pero he recordado dos episodios de relatos confiables y su evocación ayuda mis presentimientos.
En el año cuarentiseis del pasado siglo, terminada la Segunda Guerra, el puño de hierro que gobernaba, abrió algo para dar oportunidades a las juventudes de manifestarse contra su régimen, en términos de protestas simulatorias de un clima democrático.
Se dejó, además, que el noble sentimiento de justicia sociolaboral del área cañera, se expresara como disidencia. Se temió desde el poder que vendrían vientos de libertades.
El pueblo, en tan sensibles fibras de juventudes y trabajadores, sacó seriamente sus reservas y dio pruebas de pureza en su rebeldía; el puño de hierro volvió a cerrarse.
Un segundo aire para la opresión que pareció sin fin. Mi hermano mayor me contó lo que un gran amigo le dijera, en síntesis: “El instinto de felino y la memoria de elefante de este hombre es algo desconcertante.” “¿Tú recuerdas las manifestaciones de las juventudes en el año ‘46?”
Me dijo: “Nunca me quitaron el sueño, lo que sí me preocupó fue la mujer que se tiró del puente de Pajarito; pero también se llevó los dos hijitos. Esto es malo, Vidal; anuncio posible de cosas peores.”
El amigo reveló que el gobernante lucía supersticioso, pues el puente sobre el Ozama de entonces se llamaba “Presidente Ulises Heureaux.”
En su casa de Santiago, recordó otra cosa que nos contara en sobremesa: A principio de enero del ‘60, en Palacio, le dijo a sus amigos “que el gobierno había descubierto una conspiración y había muchos apresados, hijos de amigos”. Que al ser preguntado, sugirió entregar a los padres amigos sus hijos y soltarlos a todos, porque “el gobierno era fuerte.”
Se le dijo con sorna que se estaba poniendo viejo, pero rato después le comentó: “¿Tú te recuerdas lo que te dije de la mujer y los hijos en el puente? Esto me quita el sueño como aquello, prepárate, Vidal, para la terminación”.
Se había dado cuenta, quizás, pienso yo, de la determinación inmolatoria de que resulta capaz el pueblo nuestro. Entendí que talvez estaba persuadido por los trágicos resultados de la expedición de Junio, que aplastara sin piedad.
Ahora, cuando un hombre sencillo del pueblo, quejoso de “denegación de justicia”, se incendia a sí mismo y muere, puede haber dos contenidos de mensajes en su triste gesto: Uno, para los jueces, tocando sus conciencias en cuanto a saber lo importante que es todo lo que se les propone para que resuelvan.
Asimismo, podría haber otro mensaje trascendental, en que un hombre del pueblo llano reaccionara de tal manera, talvez por la decepción catastrófica de ver traicionada su Patria, considerando que todo está perdido y nada vale la pena.
En estos momentos, pues, el suicidio doloroso de este hombre, puede ser mensajero de presagios cruciales; bien cuándo se sufre la desatención de un reclamo en justicia, ora cuando de manera inconsciente lo asedia el temor de haber sido vendido en la aventura de hacer desaparecer a su pueblo.
No sé si es la pandemia, pero siento mis instintos muy activos por la suerte del pueblo.
Me he sentido tentado a titular esta entrega “No seguir de largo, descuidando los presentimientos”. Quizás en ésto influya la relectura que estoy haciendo de un libro que leyera en el año ´83 del pasado siglo: “La Muerte de un Presidente”, de William Manchester.
En efecto, la noche anterior a la muerte del Presidente Kennedy, el importante político norteamericano Hubert Humphrey dictó una conferencia con el título “La salud mental y la paz mundial”.
Hablaba de la posibilidad de un magnicidio. Al ser preguntado, luego de éste, dijo: “Lo presentí, pero no lo sabía.”
Son muchos los episodios montados en la historia en ominosos presentimientos en esos niveles. Por ello, no me niego a atenderlos y seguir de largo, indiferente. De ahí mi atrevimiento de proponérselo a ustedes en mi reminiscencia.
El suicidio por incendio propio es rara avis en nuestra cultura y nuestras costumbres. Tener el ruego en los labios no es un desacierto.