Lo ilegal en el proceso de María Trinidad Sánchez

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Julio César Castaños GuzmánSanto Domingo

Teniendo en mis manos para examinar, con el ojo de juez, una copia de la sentencia dictada por la Comisión Militar Permanente que dispuso aplicar la pena de muerte, mediante fusilamiento, a la mártir y líder febrerista: María Trinidad Sánchez y otros condenados…

Descubro que la pieza, que me fue servida por la “Academia Dominicana de la Historia”, consta apenas de unas pocas páginas y una pobre motivación que no alcanza siquiera para justificar razonablemente su contenido inicuo.

La competencia “ratione materiae”, para conocer de un asunto de esa naturaleza, le había sido sustraída a los tribunales ordinarios desde el 18 de enero de ese año de 1845, por un Decreto dictado por el Presidente Ramón Santana, mediante el cual eliminaba la natural competencia de atribución del Poder Judicial para enjuiciar las personas acusadas de conspirar contra la autoridad, constituyendo a tales fines las Comisiones Militares. Es natural que algo tan burdo llamase la atención de historiadores como Gustavo Adolfo Mejía-Ricart, que al momento de enjuiciar el celebre decreto enunciado precedentemente, refiriéndose al mismo, dijo: “Este decreto que desplomó el Poder Judicial… le sustituyó por la venganza erigida en Código primitivo o Ley del Talión, que creó las llamadas comisiones militares para conspiradores…” (Ver Historia de Santo Domingo Volumen XI, pág. 79 y siguientes).

Al respecto, nótese lo dispuesto en el Art. 7, del ya mencionado decreto santanista: “ Las Comisiones procederán en sus juicios de plano, arreglándose en sus sentencias a las ordenanzas militares; y sino estuvieren previstos los casos, al derecho común: sus sentencias serán ejecutivas sin recurso de apelación, excepto en el caso en que haya de aplicarse la pena de muerte que se deja el recurso abierto dentro de 24 horas, debiendo ser enviados los reos inmediatamente a disposición del mismo gobierno.”

En el mismo numeral el decreto, establece además, en su parte “infine”, que: “Se exceptúan los casos de conspiración y tentativas a mano armada, el espionaje y cualquiera otra traición, que probada completamente, será castigada en el acto, y sin embargo de que se interponga recurso”.

En nuestra opinión el decreto en cuestión, era inconstitucional por ser contrario y violatorio a lo dispuesto en el Art. 139 de la Constitución de 1844, cuando esta disponía que: “La ley organizará los Tribunales de Consulado, Consejos de Guerra y demás juzgados inferiores; y designará sus atribuciones, y modo de desempeñarlas.”

Nuestra primera Constitución dejaba a cargo de la ley, y no del Poder Ejecutivo, la creación de tribunales y sus respectivas competencias de atribución, una vez además, de que en cualquier orden jurídico se trata de un asunto de orden público, que bajo ninguna circunstancia, ni siquiera por la aplicación literal del mismo Art. 210 del texto fundamental de 1844, que se citará más adelante, queda racionalmente fuera del ámbito de las medidas a ser dictadas, incluso en tiempos de guerra. Y además, porque la facultad de elegir a los jueces de la Suprema Corte de Justicia y demás tribunales inferiores, conforme el numeral Séptimo, del Art. 67 de la Constitución de 1844, era una expresa facultad del Consejo Conservador, no del Poder Ejecutivo.

¡Qué más decir!, que en el caso de María Trinidad Sánchez, ella no formaba parte de ningún cuerpo armado de la República, respecto del cual se le atribuyese a ésta una condición de militar en armas y sedición contra la autoridad constituida, que la arrastrase “intuitu personae” a una jurisdicción militar, aun cuando no menos cierto es, que su arrojo y valentía, tanto en los días que la antecedieron como durante la propia gesta del 27 de febrero de 1844, ya la consagraban por su raigambre trinitaria y demostrado valor personal, como una de las mujeres emblemáticas de nuestra Independencia Nacional.

De donde resulta absurdo que la Comisión Militar enuncie como ley aplicable en la especie, a una civil, lo que estaba dispuesto para los militares en los artículos 13, 26, 27, 28 y 31 del Código Penal Militar, sin ser la persona condenada conforme esos textos legislativos, miembro de la Armada ni del Ejército.

El Art. 19 del Texto de 1844, dice así: “Nadie puede ser preso ni sentenciado, sino por Juez o Tribunal competente, en virtud de leyes anteriores al delito y en la forma que ellas prescriban.”

En sus motivaciones, la espuria sentencia condenatoria de fecha 25 de febrero de 1845, se apoyó fundamentalmente en el célebre Art. 210 de la Constitución de 1844, que disponía lo siguiente:

“Durante la guerra actual y mientras no esté firmada la paz, el Presidente de la República puede libremente organizar el ejército y la armada, movilizar los guardias nacionales y tomar todas las medidas que crea oportunas para la defensa y seguridad de la Nación; pudiendo en consecuencia, dar todas las órdenes, providencias y decretos que convengan, sin estar sujeto a responsabilidad alguna.” De no existir las competencias del Congreso Nacional, establecidas por la misma Constitución febrerista, para juzgar al propio Presidente de la República, conforme lo establecido por el numeral Segundo del Art. 94 de la Constitución del 6 de noviembre, podríamos concluir que el Presidente, en la hipótesis creada por el Art. 210, no podía dar todos los decretos que le convinieran sin estar sujeto a responsabilidad alguna, ya que en buen derecho sí podía ser enjuiciado, cuando sus actos aunque aparentasen determinada juridicidad, fueran en el fondo verdaderos abusos del Derecho, en tanto los mismos hubiesen perdido el propósito de una justificación objetiva y razonable. ¡Que es el caso!.

Más aún, por analogía, podríamos extrapolar la eventual declaratoria de nulidad absoluta que pende en materia del Derecho de las Obligaciones, para las condiciones simplemente potestativas que hacen per se irresponsables de su incumplimiento a aquellos que se comprometen a algo, lo cual es perfectamente aplicable a la natural responsabilidad de un mandato público, porque el mandato siempre es un contrato, motivo por el cual, no hay mandato sin responsabilidad.

El dispositivo de la decisión que la condenaba a la pena capital hacía alusión manifiesta al hecho de “haberse obstinado la primera a confesar los principales”, de donde si había principales conspiradores a quienes a ella se le exigía delatar, por argumento a contrario, se colige que no era ella la principal, y se concluye subsidiariamente además, que probablemente se le hizo pagar con su vida por el hecho del autor o los autores fundamentales.

Como discípula aprovechada de Juan Pablo Duarte, que lo fue, debió haber tenido conocimiento del repudio del Prócer de la Independencia por la delación, tal y como quedó consagrado en su Proyecto de Ley Fundamental, cuando dejó establecido en la (Foja 9 vuelta.) “Art. Se prohíbe recompensar al delator y al traidor por más que agrade la traición y aún cuando haya justos motivos para agradecer la delación.”

Sus abogados, que sí los tuvo y eran buenos, gallardamente pidieron ante el atropello ostensible, clemencia, para que se conmutase la pena de muerte por deportación perpetua, esta fue rechazada arguyendo el presidente Santana que consultados los oficiales superiores de la Plaza, habían rechazado la petición de los condenados.

De los historiadores, solo Vetilio Alfau Durán, afirma que ya condenada el 25 de febrero de 1845, la sentencia de muerte se ejecutó el 28 de febrero de ese año, y no el 27, como aduce la mayoría, incluyendo a don Emilio Rodríguez Demorizi.

Finalmente, ante estos hechos infaustos todavía puja la República entre el llanto y la agonía por las nefastas consecuencias que tiene un poder político sin límites, capaz de llenar de estupor por los excesos cometidos, revestidos de falsa juridicidad.

Y no son pocos los que todavía se preguntan, ¿María Trinidad dónde estás?, ¿a qué región de lo ignoto habrá ido a parar tu alma?

Pero los que tienen fe saben… y creen, ¡oh venerable hermana nuestra!, que ese día salió a tu encuentro una legión de santos y mártires solícitos para acogerte, para felicitarte. Porque tus adversarios fueron develados ellos y avergonzados en sus despropósitos cuando, a modo de una oblación generosa de ti misma, y mientras te conducían para fusilarte, dijiste esas palabras que te redimen para siempre ante la historia, palabras que todavía retumban ante la Puerta de la Misericordia, y que rezan: “¡Que se cumpla en mí la voluntad de Dios… y que se salve la República!”.

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