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“Las puertas del Cielo”

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Julio César Castaños GuzmánSanto Domingo, RD

Puertas levanten sus dinteles, elévense, portones eternos y que pase el Rey de la gloria! Salmo 24,7

LAS PUERTAS DEL CIELO no son tan gran­des. Son de oro y pesan mu­cho; además, tienen varios cuerpos y a modo de sello algunos paneles. Cada pa­nel o sello tiene un escudo y un rótulo con el nombre del obispo de cada diócesis; también, uno de los rótulos especifica al representante del “Siervo de los siervos de Dios”.

Las puertas del Cielo tie­nen forma, pero si dijese que son cuadradas mentiría, y si agregara que parecen rec­tangulares no sería preciso, tampoco son redondas; sim­plemente son hermosas, im­presionantes y majestuosas.

Las puertas del Cielo es­tán ahí, cualquiera puede pasar por ellas y dejan pasar a todo el mundo. Pienso que lo difícil es quedarse, pero como no lo intenté, no po­dría afirmarlo.

No están ni lejos ni cerca, el Cielo está en todas partes. Aunque también pueden ser un sitio de peregrinación. Un destino para la adoración y la reconciliación.

Como no andaba buscán­dolas debo confesar que me encontré con ellas, porque, ese día monté a mi familia en el automóvil, tomamos la ca­rretera que conduce al Este, y pasamos primero el puente sobre el río Ozama, contami­nado y moribundo, que se ha vuelto una cuneta, continen­te de aguas pestilentes.

Después el Higuamo manso y caudaloso. Aguas arriba lo imagino rumoroso. Hoy saturado por las mieles de los trapiches, el vaporizo de la cachaza y los distintos desechos industriales.

Uno se sana de todo es­to cuando el río Soco nos so­brecoge casi en su desembo­cadura y miles de mariposas amarillas se enredan en los mangles. Y un garzón cenizo elegante, se sacude la moña como si fuera un adolescen­te, y se levanta en un vuelo esforzado, lento… rasante.

El olor penetrante de los limones agrios hace que detengamos el carro pa­ra comprar. Compramos, y la esencia de los limones se impregna en toda la familia. Una parvada de “judíos”, bri­llando en el mediodía al des­tello de su negritud infinita que choca con el sol, nos ob­servan desde un Caimoní.

El viaje se ha hecho más li­gero porque la fragancia de los limones se llevó cualquier hastío. Una marina repleta de yates y lanchas contrasta con las aguas dulces del río. El Romana que disfruta de este afán eterno no les hace caso.

Doblamos y tomamos el rumbo más al Este. Mis hi­jos exultan de gozo porque el cañón de la carretera nos baja casi a ras de la represa del río Chavón con sus aguas tranquilas y nobles. Una pa­loma coronita, como si fue­ra un fósil viviente, pasa so­bre nosotros embrujándonos con la fascinación de su vue­lo delicado.

Las mariposas siguen pa­sando en su vuelo nupcial que es fecundo y de vida, y porque es el último es mor­tal.

Aceleramos la marcha y pasamos potreros con infini­dad de bestias que pacen; pi­ñones cubanos que se desha­cen con la brisa, se desgajan para servir de alimento a los ganados y calmarles la sed.

Finalmente llegamos, con la suerte de que en ese mo­mento retiñe el carrillón, y produce un sonido ale­gre que arrebata el espíri­tu y los sentidos, hasta que uno se acerca a ellas, son las Puertas. Las Puertas don­de se combinó una aleación que deshizo la vileza del hie­rro y la flojera del cobre. Son puertas de conversión… ¡de redención!

Ellas representan la Igle­sia que es Madre y Maestra; es la Barca de Pedro azotada por las tempestades, vilipen­diada y perseguida. Pero im­pertérrita y fiel a su misión profética. A veces contradic­toria como grupo humano, que tiene de acuerdo a San­ta Catalina de Siena, la cara de una mujer leprosa lavada constantemente por la san­gre del Cordero y las lágri­mas de los siervos de Dios. Por eso las puertas del infier­no no prevalecerán contra ella. Es el Cuerpo de Cristo.

Jesús diría mansamen­te: “yo soy la puerta”. “Nadie llega al Padre sino es a través del Hijo”. “Mira que estoy a la puerta y llamo…”.

Lo más curioso de estas puertas es que controlan la entrada principal a la Basíli­ca de Higüey, y usted entra, y sigue hasta el fondo, sube la escalera hasta donde está la reliquia de la imagen mi­lagrosa del cuadro de la Vir­gen de la Altagracia, y unos peregrinos hacen el Rosario. Mientras repiten las letanías, escucho: “Casa de Oro”, y después, “Puerta del Cielo”.

De regreso del sitio san­to mi esposa apunta que por María entró Cristo al mundo para reconciliar el Cielo con la tierra. Y me llega la idea fuerte al corazón de que, eso es el infinito, una sucesión in­finita de puertas que se abren y que se cierran.

Y que finalmente, a Dios le fascinan las puertas, por eso se­guramente nos dejó aquí, para que todos las vean, majestuo­sas, firmes y reconciliadoras: “Las puertas del Cielo”.

Festividad de Nuestra Se­ñora de la Altagracia, 21 de enero de 2022.

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