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Análisis

Basta de desorden por no hacer respetar la ley

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Felipe CipriánSanto Domingo, RD

Imponer el orden en un país es algo fácil en un régimen dictatorial donde la “disciplina” entra por el miedo o por el garrote, pero hacerlo en una sociedad democrática requiere de un Estado que se respete y haga respetar las leyes sin necesidad de atropellar a los ciudadanos, pero sin consentir el libertinaje de quienes rompen las reglas establecidas.

La tiranía de Rafael Trujillo dominó por 31 años a casi todos los dominicanos y quienes recordamos los últimos tiempos antes de que el sátrapa cayera asesinado por el mismo hierro y los mismos brazos que él utilizaba para matar, robar y estuprar, no podemos olvidar cómo este país sufría sus desafueros, pero disfrutaba de un orden envidiable.

Con Trujillo muerto y el trujillismo vivo en algunos aspectos, los dominicanos recuperamos y aun pervive, lo peor de aquella era oscura y tenebrosa: en su tiempo, el Jefe era el único que se atrevía a robar, a matar, a abusar de damas; ahora los ladrones son una legión, los asesinos un turbión y los abusadores una manada incalculable.

Mataron a Trujillo para que floreciera la libertad y la democracia. Libertad de nacer, crecer y reproducirse como tábano es un gran logro, pero la ignorancia, la vagancia, el lambonismo le quitaron el espacio a la superación, al sentido del cumplimiento del deber y a la defensa de los derechos ciudadanos.

Hoy tenemos un país en el que desde hace décadas las leyes son sugerencias para quien las quiera cumplir y un recurso a la mano para castigar a discreción a quien se torna en adversario insoportable.

Resultados Por esa “cultura” mundana, no solo tenemos las vías y las edificaciones sin identificación para el visitante que desconoce dónde pisa, los policías acostados como testigos de que las disposiciones legales no se respetan y no se hacen respetar, sino que las autoridades –de anteriores y este gobierno- son expertas en buscarle un bajadero a quienes irrespetan el ordenamiento. Si autoridades militares y policiales levantan un muro frente a su destacamento en lugar de colocar un letrero que regule la velocidad y el conductor la respete, cualquier dueño de colegio privado, de colmadón o un residente con mansión hace lo mismo y nada pasa, porque no hay régimen de consecuencia.

Con la misma naturalidad que las vías se convierten en arrabales porque resulta imposible hacer cumplir la ley, los camioneros se adueñan de todos los carriles de avenidas y carreteras, imponiendo su tamaño y su capacidad destructora frente a vehículos ligeros, exhibiendo un pedegree inconfundible: conducen un camión en la ciudad o la autopista como lo hacían con el burro del campo donde nacieron, luego la motocicleta saltando aceras y yendo a contravía, hasta ascender a esa terrible máquina de carga y de muerte que se abre paso a la bravata.

Este es el único país donde los vehículos pesados pueden hacer uso de todos los carriles de una vía, contrariando la ley de tránsito, y las autoridades no se atreven a meterlos en cintura.

Con razón este es, a su vez, el segundo país del mundo con mayor proporción de muertes y heridos por accidente de tránsito, afectando preferentemente a jóvenes y que le cuesta al gobierno en remediación hospitalaria mucho más que lo que gasta en las parturientas haitianas que hoy persiguen y repatrian “con estricto apego a la ley migratoria y respeto a los derechos humanos”.

Hace unos años, cuando el general Arturo Pujols era el director de la Autoridad del Tránsito, hizo cumplir la ley y sus agentes retuvieron a más de cien camiones en un día por abandonar el carril derecho para invadir el izquierdo y los centrales, y al día siguiente una decisión política del pasado gobierno ordenó “dejar a esa gente tranquila”, sobre todo si esos vehículos pesados no son de simples choferes, sino de “jorocones”, civiles y militares.

De ahí en adelante hemos visto de todo, incluso un camión encaramarse en el bulevar peatonal de la avenida Winston Churchill, que es solo una muestra de la desfachatez de gente que sabe que no tiene que pagar el precio de su atrevimiento.

El irrespeto a la ley explica que conductores de camiones volteo se introduzcan en una costa, el río Nizao o el Yuna, saquen la arena incluso invadiendo propiedades ajenas, recorran cientos de kilómetros soltando material y agua en las vías, sin que ninguna autoridad les pida cuenta, salvo que sea para entrar en sobornos y participar activamente de la burla a ley y el desprecio a la defensa del ambiente.

Para nadie puede ser raro ver hileras de camiones cargados con sus motores encendidos frente a colmadones, donde sus conductores ingieren aguardiente mientras obstruyen la vía, para luego coger carretera y conducir ebrios repartiendo peligro y velocidad sin límites.

Orinando en las vías ¿Quién no ha visto en las carreteras del país una flamante jeepeta, un automóvil, camión o motocicleta pararse en cualquier lugar de la vía y sus ocupantes colocarse a orinar a la vista de todos los que pasan como si estuvieran en el baño de su casa, donde casualmente cierran la puerta cuando los usan?

Eso mismo es lo que hacen operadores de automóviles y minibuses en paradas improvisadas en calles y avenidas de las ciudades, vendedores de frutas y de frituras, buhoneros establecidos en las vías o ambulantes, convirtiendo el espacio común en un gran retrete, sin que nadie recuerde la última vez que uno de ellos haya sido detenido ni sometido a la justicia por inmoralidad pública y púdica.

Porque pocos consideran que hay que respetar a los demás y observar el cumplimiento de las leyes es que las calles, carreteras, deltas de ríos, playas, propiedades públicas y privadas, parques, plazas, hospitales y hasta cementerios, son utilizados para tirar basura de todo tipo, y a nadie parece importarle para poner un corte al desorden.

Si este país merecía deshacerse de Trujillo, sus subalternos internos y sus viejos socios imperiales lo mataron, terminaron en el tiempo haciéndose dueños del patrimonio que él usurpó y acabaron con el sistema educativo formal, las reglas de urbanidad, la sanidad pública, el fomento de la agropecuaria, el control de calidad y otros atributos que unos pocos echan de menos, sin necesidad de desear que vuelva la dictadura.

Necesitamos libertad, democracia, participación, pero eso no será posible con un pueblo enajenado por la falta de educación y compromiso social y patriótico, llenando la vida cotidiana de prácticas indecentes e irrespetando las normas más elementales de convivencia entre seres humanos.

Salvo que las actuales autoridades consideren que en el reino del caos prospera mejor el caudillismo, el caciquismo, la compra de lealtades y el ventajismo político pagados con el patrimonio público, están en el deber de tomar iniciativas para poner un alto a este desorden colectivo y mandar una señal de que hay una oportunidad para vivir decentemente en democracia, porque de lo contrario, miles pensarán que hasta una dictadura es aceptable si es el precio que hay que pagar para recuperar la decencia, el respeto y el orden.

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