Enfoque

Momentos de agravamiento de la inseguridad en Haití

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RAFAEL NÚÑEZSanto Domingo, RD

El pasado 29 de septiembre se cumplie­ron 30 años del primer golpe de Estado al presi­dente constitucional hai­tiano Jean Bertrand Aris­tide, hecho que generó la intervención de la fuer­za internacional liderada por los cascos azules de la Organización de las Na­ciones Unidas (ONU), con la misión de crear las con­diciones políticas e insti­tucionales para darle es­tabilidad a ese país con el que compartimos la isla Española.

Con la ruptura del or­den constitucional en Haití en el año 1991 tam­bién se abrieron las com­puertas a la inestabilidad política y la inseguridad.

Los esfuerzos fracasa­dos trece años después y el posterior retiro (2004-2017) de la Misión de Es­tabilización de las Na­ciones Unidas en Haití (MINUSTAH) crearon las condiciones para que en los momentos actuales haya un clima de ingober­nabilidad, agravado por­que el cuerpo policial for­mado para tales fines no está a la altura de las cir­cunstancias.

En Haití el crimen or­ganizado tiene el control territorial, que lo usa pa­ra sus fines de venta de armas, drogas, tráfico hu­mano, asaltos, secuestros y todo tipo de actividades ilegales.

El secuestro de misio­neros, 16 norteamerica­nos y un canadiense, gru­po que realizaba labores humanitarias en Puerto Príncipe es solo el refle­jo de un fenómeno que es el pan nuestro de cada día, que impacta a todos sin im­portar el origen social o económico de las personas o si está investido de auto­ridad.

El deterioro de la seguri­dad en Haití tiene tres pun­tos de inflexión post derro­camiento de la dictadura de la familia Duvalier, he­cho ocurrido en el mes de febrero de 1986. Con el desplazamiento de los dos dictadores Jean Claude y Francois Duvalier comien­za la pérdida del poder de uno de las tropas de cho­que más temidas, sosteni­da y dirigida políticamente desde el gobierno: los Ton­tons Macoutes.

El clima de descompo­sición política y de ingo­bernabilidad que viven los haitianos en este momen­to tiene su origen, insisto, en el primer golpe de Esta­do al presidente Jean Ber­trand Aristide en 1991, figura que alcanzó nive­les de simpatías sin prece­dentes en la historia de­mocrática de ese país, a cuya reinstalación en la presidencia en brazos de los cascos azules, asistí el 15 de octubre de 1994 co­mo reportero de El Na­cional. Se recuerda que previo a la asunción de Aristide al poder por vez primera en 1990, Roger Lafontant, un conspicuo duvalierista, intentó du­rante la transición dar un golpe de Estado.

El retorno de la democra­cia haitiana en 1990 confor­mó un cuadro de confron­tación entre el desplazado poder de los duvalieristas, militares comprometidos con aquel régimen y los gru­pos de Lavalas armados, que se esparcieron en todo el territorio para “defender” a su líder presidente, que era hostigado por los rema­nentes del viejo régimen.

Aquel golpe de Estado al primer gobierno demo­crático tras la dictadura propició una agitación po­lítica, pues los fervientes seguidores del exsacerdo­te se tiraron a las calles pa­ra reclamar su retorno al poder, pero prontamente sus partidarios fueron aho­gados por la violencia ge­nerada por los golpistas.

Se recuerda que las es­taciones de radio no sa­lieron al aire, las vías pú­blicas fueron cubiertas de neumáticos incendiados, el aeropuerto de Puer­to Príncipe dejó de operar mientras los miles de acti­vistas del movimiento La­valas fueron perseguidos y obligados a tomar cami­nos rurales para ingresar a territorio dominicano con tal de salvar sus vidas.

La comunidad interna­cional dejó sentir su re­chazo a través de la Or­ganización de Estados Americanos (OEA), mien­tras la ONU en su 80 pe­ríodo de sesiones del 3 de octubre de 1991, en pre­sencia del destituido man­datario, que pudo salir de su país a través de un sal­voconducto habilitado por los representantes diplo­máticos, le dieron un res­paldo unánime. Se recuer­dan las drásticas sanciones impuestas por los miem­bros de las Naciones Uni­das, un bloqueo al que se adhirió a regañadientes el gobernante dominicano Joaquín Balaguer.

El deterioro de los dere­chos humanos en la vecina nación generó desconcier­to en la comunidad inter­nacional, que propició la visita de la Comisión In­teramericana de los De­rechos Humanos (CIDH), adscrita a la OEA, para monitorear la situación prevaleciente. En fin, el período entre 1991 y prin­cipios de 2001 fue de in­certidumbre política. En octubre de 2000 y diciem­bre de 2001 se registran otros dos intentos de gol­pe de Estado, patrocina­dos por el expolicía Guy Philippe. El entonces pre­sidente de Estados Uni­dos, Bill Clinton, presionó a la comunidad interna­cional para el regreso de Aristide, con el apoyo de la ONU, que el 31 de julio de 1994 aprobó la resolución 940 del Consejo de Segu­ridad que autorizó una fuerza multinacional para restablecer en el poder al exsacerdote.

Para cuando Aristi­de fue retornado al poder por las gestiones de la ad­ministración Clinton y en compañía de un puñado de personalidades norte­americanas, encabezadas por el pastor Jesse Jack­son, en la sociedad haitia­na bullía la violencia por la cantidad de armas en ma­nos de los dos bandos en confrontación. Su regreso por segunda vez a través de elecciones democráti­cas se produce a inicios de 2001 con grandes desafíos de demandas sociales y de seguridad.

Apoyado por el gobierno de George Busch, Aristide fue nuevamente derroca­do en el 2004, secuestrado por militares, llevado a uno de sus recintos y obligado a renunciar, como se preten­dió hacer con el malogrado mandatario haitiano Jove­nel Moïse. El político apo­dado por su pueblo “Titid” fue sacado de su país y con­finado en Sudáfrica hasta el 2017.

La falta de comprensión de la comunidad interna­cional sobre la idiosincra­sia de los haitianos le ha arrastrado a un manejo absurdo de su política in­ternacional frente a Haití, como ocurrió en otros paí­ses, como Somalia, zona de la que EEUU salió por la puerta trasera.

Los gobiernos sucesivos en Haití propiciaron el des­orden, y con él la prolifera­ción de las bandas arma­das, que volvieron a tomar fuerza tras el terremoto de 2010. Lo mejor que puede hacer República Domini­cana es auspiciar con otros países soluciones definiti­vas sin imposición.

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