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Enfoque: Patente de corso

Abuelos bajo el sol

Miles de abuelos y no tan abuelos hacen cola, aturdidos e impotentes a la hora de cobrar sus pensiones. Pierden sus mañanas en gestiones absurdas e injustificables.

En muchos países del mundo un espectáculo similar es de muy mal gusto. Y un abuso contra los envejecientes.

En muchos países del mundo un espectáculo similar es de muy mal gusto. Y un abuso contra los envejecientes.

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Arturo Pérez ReverteMADRID, ESPAÑA TOMADO DE XL SEMANAL

Bajo un sol que cae como plomo derre­tido, la fila de perso­nas se mueve des­pacio. Una espera de veinte minutos como míni­mo, calculas observándolos. En su mayor parte son gente mayor. Abuelos hechos polvo. Están allí a la solanera, sin sombra ni lu­gar donde sentarse, ante la úni­ca terminal de cajero automáti­co de esa sucursal. De ese banco. Es agosto, la oficina está cerrada y la escena se sucede por todas partes. En toda España, o como se llame esto ahora. Personas que esperan para hacer un trá­mite bancario.

No es algo exclusivo de agos­to, pues se repite todo el año aunque en estas fechas sea más frecuente; más desvergonzada­mente habitual por parte de esos bancos que, cuando el pelotazo inmobiliario engordaba dividen­dos, sembraron las ciudades de oficinas que embaulaban suel­dos y pensiones –colocando pro­ductos financieros que acabaron en auténticas estafas– y que aho­ra, con las vacas flacas, desapa­recen y dejan tirada a la clien­tela. Tres mil de esas sucursales cerraron el año pasado y supon­go que éste irá cerca. En cuanto a cajeros automáticos, 2020 li­quidó un millar de terminales y veremos cómo acaba 2021. De momento, según el Banco de Es­paña, ya son 1.300.000 los es­pañoles que viven sin bancos ni cajeros cerca. Y hay pueblos con muchos vecinos mayores de 60 tacos donde la distancia a la ofi­cina bancaria más próxima es de 10 kilómetros.

Si sólo fuera eso, sería ma­lo. Pero es que, para más vil re­cochineo, al hablar de oficinas bancarias imaginamos emplea­dos que atienden, una persona que actúa como cajero –aunque sólo sea hasta las 11 de la ma­ñana, que ya es disparate–, otra que resuelve dudas, y detalles así. Lo normal. Pero no. Entras en tu banco de toda la vida, y a veces lo único que hay es uno o dos cajeros automáticos, un je­fe y único indio con una cola de gente esperando, y donde antes estaba la ventanilla, ahora hay un cartel publicitario que anima a los octogenarios a descargarse en el móvil una aplicación que, ase­gura, permite moverse con rapi­dez y eficacia por el simpático es­pacio de la banca cibernética. Eso, en un mundo en el que todos sa­bemos lo que es depender de In­ternet. Y en una España donde en algunas zonas rurales ni siquie­ra hay cobertura para el teléfono móvil.

Los defensores de todo este pas­mo de cabronadas, que son muchos y no todos banqueros –no habría tanto verdugo sin víctimas sumi­sas–, argumentan que los tiempos cambian, que lo antiguo da paso a lo moderno, que el crecimiento de la banca online está en sintonía con las normas europeas –Bruselas es excu­sa perfecta para toda clase de trope­lías– y hace innecesaria la atención cara al público. También dirán que el futuro pasa por Correos Cash, por el Nickel de BNP, por los estan­cos y administraciones de loterías o el lucero del alba. Yo qué coño sé. A lo mejor hasta es cierto, pero me da igual. Porque el cochino presen­te, por donde pasa es por miles de abuelos y no tan abuelos haciendo cola al sol, aturdidos e impotentes a la hora de cobrar sus pensiones, llevar dinero en el bolsillo, resolver problemas. Vivir con normalidad en vez de perder mañanas, días ente­ros, en gestiones absurdas e injusti­ficables.

Pero es lo que hay, y lo que va a haber. Como en los casinos, la banca siempre gana. Pierden, y con ellos perdemos todos, esos abuelos al sol, desconcertados an­te la gentuza infame que ampara­da por el Estado y sus institucio­nes, arrogante, impune, sin que nadie mueva un dedo para frenar sus abusos, acosa y desampara ca­da vez más a sus clientes desvali­dos y humildes. Entre ellos, a esos jubilados a quienes no sólo no se permite retirar sus ingresos cuando y como quieran para dárselos al hi­jo o nieto que les apetezca; a quie­nes se fiscaliza cada euro como si fueran delincuentes pero tampoco se les deja tener dinero en casa sin que les caiga encima el Estado, si­no que, además, los obligan a su­frir perplejos ante un teléfono móvil de última generación, des­cifrando aplicaciones y códigos endiablados que ni conocen ni comprenden. Obligándolos a bus­car en su familia –quienes la tie­nen–, en los más jóvenes y acos­tumbrados a moverse por esos ámbitos incomprensibles, lo que los canallas que durante toda la vida se aprovecharon de sus mo­destos ahorros los obligan a enca­rar ahora con el cínico embuste de que así facilitan su vida. Los hijos de puta, ellos y quienes lo consienten. No me canso de repetirlo, oigan. Y seamos paritarios: los hijos e hijas de la grandísima puta.

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