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Enfoque

El imperio de los prejuicios en la política

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RAFAEL NÚÑEZSanto Domingo, RD

En mi ensayo anterior sobre el mundo oscuro detrás de las noticias falsas cité varios factores que influyen para que las audiencias acepten o no una información engañosa, habitual en estos tiempos de horizontalidad de la información, y abordé con brevedad el fenómeno de la aparición de empresas cuya única razón de existir es crear, promover y posicionar las Fake News en los medios electrónicos y tradicionales.

La Internet es el descubrimiento más extraordinario creado en el siglo XX, desarrollado y expandido en este milenio que ha venido a cambiar radicalmente la vida de los seres humanos, pero también ha traído consigo desafíos no solo como los textos falsos o manipulados, sino una oleada de imágenes engañosas o alteradas (deepfakes), mediante programas que alcanzan casi la perfección.

Textos, fotografías y videos falsos o manipulados con aplicaciones para alcanzar determinada percepción son tan abundantes como la utilización de epítetos y banalidades para lograr altos rating. Hice énfasis aquella vez acerca de cuáles factores intervienen para que el público acepte o no esos mensajes.

Las emociones, las convicciones previas, las relaciones sociales, la influencia de grupos a los que pertenecemos son solo algunos de los factores mencionados.

Pero hay uno referido que no desarrollé como pretendo hacerlo en esta entrega: el de los prejuicios.

El prejuicio es la idea que se tiene preconcebida de una cosa sin tener conocimiento de ella. La facultad que tiene el ser humano para distinguir el bien del mal, para juzgar, de apreciar las cualidades, el color o la belleza de las cosas es la acepción aceptada que define el juicio.

Definidos el juicio y el prejuicio, cabe preguntarse, ¿alguna vez hemos actuado con prejuicio? ¿Hay alguna persona en el planeta exento de prejuicios? Los prejuicios son intrínsecos del ser humano.

Una persona, una familia, una nación, instituciones públicas y privadas cargamos con prejuicios que se manifiestan y reditúan en cada ámbito de la vida, generando consecuencias. Se ha afirmado que el hombre no puede vivir sin prejuicios, pues se entiende que la ausencia de este plantearía una alerta sobrehumana.

El ámbito donde los prejuicios mayores daños hacen es en la política. Existen también prejuicios contra la política. Es auspicioso reflexionarles debido a que están ahí en los individuos, las familias, las naciones y en las grandes figuras políticas.

Las actitudes prejuiciosas o estereotipadas están sustentadas, además, por una serie de raíces sociales, emocionales y cognitivas.

Adolf Hitler, Joseph Stalin y Winston Churchill Para categorizarlos, los expertos de la conducta los dividen en prejuicios individuales, grupales y sociales. Comencemos con los individuales.

En el plano de lo particular traigo a esta narrativa los ejemplos de tres grandes figuras de la humanidad: Adolf Hitler, Joseph Stalin y Winston Churchill, tres vidas paralelas con rasgos superficiales parecidos pero no iguales.

En el accionar político de dos de ellos, hay una coincidencia que no se puede soslayar.

Tanto Stalin como Hitler tenían una concepción de la política autoritaria y a los dos hay que analizarlos en el contexto en que nacieron y se formaron políticamente. Mientras que Winston Churchill fue un fiel creyente de la democracia y la participación de los pueblos en las grandes decisiones.

Para comprender la personalidad y el accionar de quien se convirtió en el jefe indiscutido de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) tras la muerte del líder natural de la revolución rusa Vladimir Ulyanov Lenin, tenemos que detenernos en el nombre que adoptó- Josep Stalin- figura que estuvo al frente de los ejércitos rusos contra el nazismo expansionista en la Segunda Guerra Mundial.

Los biógrafos establecen el nacimiento de Stalin el 6 de diciembre de 1878 en la ciudad georgiana de Gori en la frontera caucasiana, hijo de un zapatero remendón borracho. Fue bautizado con el nombre de Iosiv Dzhugashvili, pero adoptó una retahíla de nombres en el curso de su batallar en la clandestinidad hasta escoger Stalin, que en ruso significa acero. Y de acero construyó su imperio.

Se sublevó contra la educación religiosa desde niño.

Muy joven se inquietó por la política como simpatizante del partido socialdemócrata y luego se enroló en la lucha ideológica con la bandera comunista como estandarte.

A Stalin, sus numerosos biógrafos lo describen como una persona cruel, huérfano de cualidades humanas, déspota.

Un lector ávido como lo fue y escritor de numerosos ensayos políticos, Stalin era desdeñoso, taciturno y grosero con las personas que le rodeaban. A partir del triunfo de la Revolución de Octubre de 1917, se le encarga la comisaría para las Nacionalidades.

En esa responsabilidad emite las primeras señales de sus prejuicios cuando impide que las regiones fronterizas que no eran rusas, incluida su natal Georgia, fueran tomadas en cuenta para la conformación de la gran comunidad revolucionaria.

Esa actitud discriminatoria responde a un rasgo distintivo tanto en él como en Hitler. Las acciones de Stalin contra esas zonas fronterizas le trajeron problemas con Lenin, el líder de la revolución de los bolcheviques, que era partidario de una federación menos rígida y más incluyente.

En el caso especial del otro déspota, Hitler, debemos empezar anotando que no era alemán, pues había nacido en Austria. Nos preguntamos, ¿cómo es que un hombre que participó desde muy jovencito en la Primera Guerra Mundial como un simple soldado, se involucra en un golpe de Estado y luego casi llega a gobernar el mundo? Suerte, casualidad y tenacidad.

El fanatismo delirante que sentían las masas congregadas en las plazas de Berlín al ver pasar al Fu¨her sobre de un jeep descapotado con su brazo derecho en alto inclinado hacia la multitud que él controló y sedujo, tiene una sola explicación.

Hitler convenció a una gran parte de la sociedad alemana que pertenecía a una raza superior, prejuicio que él y sus aduladores sostenían bajo el argumento de que eran de origen ario y que todo aquel que no pertenecía a esa raza no podía existir.

Se recuerda que cuando estuvo prisionero luego del fracasado golpe de Estado contra el gobierno bávaro, perpetrado el 8 y 9 de noviembre de 1923 (El Putsch de la Cervecería), Hitler, al ver frustrado el plan de asaltar el poder con el Partido Nacionalsocialista, amenazó con pegarse un tiro en la casa de la señora donde se escondió.

La mujer que le dio refugio estaba entrenada en el arte del jiu-jitsu y tuvo la habilidad de desarmarlo. Ese mismo día fue capturado para ser procesado por alta traición.

El juicio contra Hitler y los demás, entre ellos el general Erich Lenderdorff, veterano de la Primera Guerra Mundial, se demoró más de lo contemplado y hubo que esperar hasta que en marzo de 1924 el grupo fuera juzgado por un Tribunal Popular de Munich cuyo juez fue complaciente, pues entre los cargos debió incluir su deportación a Austria, pues él no era alemán. Casualidad y suerte.

No solo lo condenó a solo cinco años, sino que permitió que el líder del Partido Nacionalsocialista hablara todo el tiempo que quiso hasta convertir su perorata en una alocución de propaganda de ideas políticas ante todos los medios de comunicación alemanes que cubrían el juicio.

Esa benevolencia del magistrado fue pagada luego que Hitler ascendió a canciller en enero de 1933, pues nombró al juez Georg Neithardt jefe del Tribunal Supremo de Baviera.

Después de tener el control del poder absoluto, para lo cual empleó todos los rasgos de una mentalidad intolerante, déspota y cargada de prejuicios contra los que entendía no eran de su estirpe, el Fu¨her avanzó contra las demás naciones tratando de satisfacer sus ansias de poder. En ese propósito encontró de frente a Stalin, Franklín D. Roosevelt y Winston Churchill, entre otros líderes de los países aliados.

Churchill, el demócrata El premier británico fue la otra cara de la moneda entre aquellos dos personajes. Él que también venía de la experiencia de la Primera Guerra se manejó con acierto, inteligencia y sus convicciones democráticas le ayudaron a salir de una encrucijada a la que le llevaron sus opositores internos, primero, y luego la Alemania nazi.

Churchill creyó en las ideas, en el nacionalismo. No en aquel nacionalismo resentido, violento como el de Adolf Hitler. Mientras Churchill era partidario del la discusión amplia con sus opositores hasta conseguir derrotarlos en el Parlamento, Hitler los perseguía como lo hizo en la Noche de los Cuchillos Largos. Stalin por igual: acosó, asesinó, desapareció y deportó a sus contrarios. Los campos de concentración de Hitler fueron ejemplos de su egocentrismo de superioridad y xenofobia, prejuicios que habitaban en su cabeza como fantasmas incontrolables.

Para un demócrata como Churchill hubiese sido muy incómodo un diálogo en una sola dirección. Aunque estuvo obsesionado con el poder militar, pero solo en tiempos de guerra. La ¿casualidad? jugó un papel en su brillante carrera política porque en las dos oportunidades que ostentó cargos públicos, coincidieron con las grandes guerras mundiales.

Los prejuicios, en fin, nos alcanzan a todos: grandes y diminutos hombres de la política y ninguna nación tampoco está exenta de ellos. En la isla que comparten República Dominicana y Haití, lo veremos en otra entrega.

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