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Reminicencias

Casimiro, su inolvidable desgracia

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Marino Vinicio Castillo R.Santo Domingo, RD

He contado de Casimiro algunos episodios y al hacerlo tantas décadas después no he podido reprimir la tristeza. El espíritu es como una lámpara votiva; conserva su luz interminable y por mucho que sea el tiempo que pase, una vez se hace presente algún recuerdo, llega plenamente como si fuera de este tiempo lo que se relata.

Casimiro era muy inteligente y, “de no ser”, según él, “por las lunas nuevas que lo traicionaban”, hubiese sido cualquier cosa.

Eran esos juicios suyos como para excusar su hondo quebranto. Aquella vez de la crisis de su imaginaria conversación con Dios desde la luna en que, a su decir, recibió encargo de matar a su madre, al regresar del manicomio “recuperado, pero sin esperanza”, eran sus palabras, alguien le preguntó: “¿Pero tú aceptaste, Casimiro?” “Sí, pero le puse un gancho al Señor porque le dije ´si tú me perdonas´. Yo sabía que ni que me lo prometiera me perdonaría, porque Dios es muy bueno y él más que nadie sabe lo malo que es levantarle la mano a la madre. Dije que sí, pero lo amarré con el perdón.”

Entonces sonrió como un niño. Ahí he estado a punto de llorar. Era un alma, Casimiro.

Pero bien, he prometido en mi reminiscencia anterior hablar de un sermón del Padre Henríquez en una misa de cuerpo presente ante el cadáver del joven José Luis Perozo Fermín, asesinado horas antes de un bayonetazo que le arrancó la vida y al Macorís de siempre le traspasó el corazón para hacerlo rebelde y desafiante como nunca. Veamos las circunstancias en que ocurrió todo ésto.

Eran las once de la mañana. En la bella iglesia no cabía un quejido más; llegaba el cortejo multitudinario, sobre todo, muchos jóvenes estudiantes. El Padre Henríquez tenía el rostro enrojecido en una cólera incontenible. Doña Rosario, madre dolorosa que de hecho fue la que más ha llorado en el mundo, destrozaba a los hombres más endurecidos, algunos de los cuales se les vio llorar. Un espectáculo de duelo colectivo el que mi pueblo escenificó, que hacía las veces de un desafío al gobierno, sin precedentes conocidos.

En la homilía rugió el volcán de la palabra del virtuoso sacerdote y desde mis 14 años hasta la fecha, los míos son 90, nunca he oído algo parecido a aquella sagrada queja contra la opresión. Fue tan valiente ese sermón del Padre Henríquez, que yo creí ver temblar las columnas de aquel templo inolvidable.

Una cosa que llamó la atención fue la alusión brillante a Casimiro, el orate, que él recién había atendido, diciendo: “He sentido las ganas de ser tan inconsciente como aquél que creía haber hablado con Dios desde la Luna. Sólo así se puede resistir el dolor que nos traspasa a todos ante esta atrocidad de esta vida joven llena de esperanzas, destrozada por un manotazo sanguinario de la fuerza”.

El pueblo vibró de espanto con el asesinato; su guía espiritual y religioso se encargó de representarlo en esa queja de reto. Ya la noche anterior se había producido otro episodio de coraje ciudadano inmenso. El doctor Federico Lavandier se abrió paso en el tumulto que rodeaba el cuartel policial para ir a ver a José Luis en un charco de sangre, revolcándose de dolor. Aquel médico que tanto tenía de apacible santo, se rebeló y le dijo a un frío, delgado y pálido oficial de policía: “Ese niño usted lo está dejando morir; hay que llevarlo con urgencia a intervenirlo; ese muerto será tanto suyo como del que lo apuñaleó.”

Todos en la calle nos quedamos asombrados del valor de aquel Cirineo, del cual se conocía ampliamente su bondadosa solidaridad para aquél que tocara su puerta, sin importar la hora, ni el rango social, pues se ponía su traje de dril blanco sobre la pijama y en su bicicleta Peaugeaut iba tanto a la vivienda hermosa, como a la humilde choza.

Ese era mi pueblo de la adolescencia, según dije, muy especial en sus personajes como en la forma que asumía sus alegrías y sus tristezas.

Pero todo aquello fue seguido de algo excepcional. Trujillo, según su costumbre, fue al baile de Santa Ana; notó el frío vacío de asistentes y preguntó a sus funcionarios: “Este no es un baile. ¿Qué le pasa a Macorís?” Entonces, el valor personal de Lorenzo Brea apareció para lavar el honor del pueblo y dijo: “¡No puede estar contento; está de duelo, después de la barbaridad del muchacho ese que mataron el mes pasado!” Trujillo enrojeció y abruptamente se despidió y salió por el centro del salón. No pensó, parece, que iba a encontrar a alguien que lo imputara tan rudamente, ni un pueblo tan rebelde.

Casimiro, al regresar, fue felicitado por la mención en el sermón, y respondió: “Una imprudencia del Padre Henríquez. Los locos son ellos, Ángel, Otacilio y él. Y el mismo Lorenzo, que siendo amigo del peje Tinglar se atrevió a sacárselo en cara. El chiquito soy yo; a mí es que pueden dejarme para siempre donde me mandan a curar estos locos”.

En verdad, son inolvidables las cosas de Casimiro.

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