La República

Reminiscencias

Padres y madres de crianza, la abnegación anónima

Marino Vinicio Castillo R.Santo Domingo, RD

Mis niveles de con­trol para el creci­mien­to fueron muy funciona­les. Pocos llegan a saber lo compleja que resulta pa­ra el huérfano, que no lle­ga a conocer al padre o la madre, la formación de su personalidad.

Es y ha sido siempre ta­rea reservada para profe­sionales de la conducta que naturalmente vienen a co­nocer de los casos cuando se han producido trastor­nos o disturbios; es decir, un conocimiento frágil co­mo siempre resulta el exa­men en retrospectiva.

Me he sentido inclina­do toda mi vida al autoexa­men de mi condición de huérfano desde los dos pri­meros meses de vida. De algún modo, es más ven­tajosa la posición de quien aprecia por sí mismo las características de su trayec­toria en la vida, sin depen­der del saber del experto, sino de su propia observa­ción y autoconciencia.

Claro está, para dar­se tal caso es preciso que el sujeto haya asumido el camino del estudio en procura del conocimien­to. Tal es mi caso. Me hi­ce abogado, dedicando la mayor atención a las cuestiones penales. Ello implica que tuve que pro­curar en los libros memo­rables algún acervo de cultura para utilizarla co­mo auxiliar inevitable de la defensa de los intere­ses encomendados por el mandato de servir. Es eso una circunstancia muy fa­vorable para ir controlan­do cómo ha sido todo en la formación propia.

Un ejemplo inmediato y permanente se da en mi pregunta íntima de por­qué quise ser abogado. Lo he atribuido a mi condición de hijo de abogado. Pro­piamente lo perdí, antes de tenerlo, según la evocación en los versos de mi Elegía Personal del Huérfano.

En segundo, pero muy importante plano, he senti­do una gratitud permanente para quienes me ofrecieron apoyo, desde el primer pa­so, hasta el arribo a la edad de razón confiable, los que fueron mis protectores gene­rosos, mis guías indispensa­bles: alfareros que tomaran el barro de mi humanidad para darle las formas con que he vivido.

Padres o madres de crianza como esos son ver­daderos héroes anónimos. El Estado, hasta ahora, ha sido incapaz de reconocer su importancia infinita pa­ra la conservación de la in­tegridad de la familia.

Yo doy testimonio, de pri­mera fila, de que tuve esa di­cha de contar con dos ma­dres, la biológica, Narcisa, la espiritual, Anadelia. Y para ir más lejos en mi fortuna, un padre sustituto, Enrique, es­poso de mi segunda madre, que con tanta gracia decía, sonreída: “A quien Dios no le da hijos, el diablo le da so­brinos.”

Un viejo decir absurdo, pues en medio de tanto amor y abnegación jamás cuenta el diablo, y menos en su caso, que no sólo fui­mos los hijos de Pelegrín y Narcisa, sino todos los so­brinos de la vasta familia que por algún motivo re­quirieran de su apoyo mila­groso.

A ella, especialmen­te, dedico esta reminiscen­cia, pues su ejemplo me ins­piró la inquietud por una política de Estado sabia, co­mo lo sería el favor de atri­buirle algunos recursos de los planes de asistencia so­cial a esos colosos de la compasión.

¡Qué grandes y virtuosos son esos padres y madres de crianza! ¡Qué bella for­ma de hacer patria!

Desde luego, no podría servir mi orfandad de mo­delo, pues ha sido privile­giada. Pero me ha servi­do para abogar por la otra, muy trágica, de millares de huérfanos desfavorecidos por la vida, especialmen­te los de padres o madres sacrificados por la violen­cia criminal. Incluso, la de los centenares de miles que pueden estar hundidos en el abandono de la paterni­dad irresponsable, que tie­ne equivalencia tan trágica con la pérdida por muerte.

He insistido en mis de­mandas de políticas públi­cas de gran énfasis en la ne­cesidad de crear el amparo a la madre soltera median­te un apoyo concreto de la asistencia social; muchos no han comprendido los alcances de mis propues­tas. Han dicho que puede hasta ser “obsceno tal apo­yo”, “estímulo más bien pa­ra engendrar embarazos calculados como medio de subsistencia”.

Yo he respondido que los recursos, en realidad, se darían en favor del hijo de la madre desamparada, bien por la muerte, ora por el abandono. Esto le daría fuerza para permanecer en la casa, vigilar más de cer­ca cómo se desarrolla el ni­ño, sin tener la necesidad de salir a prostituirse en un infierno de abusos y explo­tación.

Por ello hoy, en medio de mis reflexiones, me atrevo a pedir y esperar que los di­señadores de políticas pú­blicas tan sensitivas, como lo sería esa, puedan consi­derar como plausibles tales propósitos.

El huérfano común es una bomba de tiempo pa­vorosa. ¡Qué grandioso sería que su Estado lo res­catare de las rebeldías por haber nacido y sus quejas sagradas contra sus duras adversidades! Propiamen­te un superviviente, qui­zás, de la matanza en los vientres, que hoy se persi­gue como un lujo de Nuevo Orden Mundial tan deshu­manizado.

Padres y Madres de crianza, hermanos, parien­tes, amigos, que acudan a la desgracia, deben ser res­paldados por su Estado. Sería una respuesta inmen­sa a la desventura.

La sociedad nuestra de seguro sería la más propicia del mundo para hacer un ensayo tan generoso como ese. Que Dios ilumine a los que tienen el poder de ha­cerlo para que se cubran de verdadera gloria.

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