Reminiscencias
Padres y madres de crianza, la abnegación anónima
Mis niveles de control para el crecimiento fueron muy funcionales. Pocos llegan a saber lo compleja que resulta para el huérfano, que no llega a conocer al padre o la madre, la formación de su personalidad.
Es y ha sido siempre tarea reservada para profesionales de la conducta que naturalmente vienen a conocer de los casos cuando se han producido trastornos o disturbios; es decir, un conocimiento frágil como siempre resulta el examen en retrospectiva.
Me he sentido inclinado toda mi vida al autoexamen de mi condición de huérfano desde los dos primeros meses de vida. De algún modo, es más ventajosa la posición de quien aprecia por sí mismo las características de su trayectoria en la vida, sin depender del saber del experto, sino de su propia observación y autoconciencia.
Claro está, para darse tal caso es preciso que el sujeto haya asumido el camino del estudio en procura del conocimiento. Tal es mi caso. Me hice abogado, dedicando la mayor atención a las cuestiones penales. Ello implica que tuve que procurar en los libros memorables algún acervo de cultura para utilizarla como auxiliar inevitable de la defensa de los intereses encomendados por el mandato de servir. Es eso una circunstancia muy favorable para ir controlando cómo ha sido todo en la formación propia.
Un ejemplo inmediato y permanente se da en mi pregunta íntima de porqué quise ser abogado. Lo he atribuido a mi condición de hijo de abogado. Propiamente lo perdí, antes de tenerlo, según la evocación en los versos de mi Elegía Personal del Huérfano.
En segundo, pero muy importante plano, he sentido una gratitud permanente para quienes me ofrecieron apoyo, desde el primer paso, hasta el arribo a la edad de razón confiable, los que fueron mis protectores generosos, mis guías indispensables: alfareros que tomaran el barro de mi humanidad para darle las formas con que he vivido.
Padres o madres de crianza como esos son verdaderos héroes anónimos. El Estado, hasta ahora, ha sido incapaz de reconocer su importancia infinita para la conservación de la integridad de la familia.
Yo doy testimonio, de primera fila, de que tuve esa dicha de contar con dos madres, la biológica, Narcisa, la espiritual, Anadelia. Y para ir más lejos en mi fortuna, un padre sustituto, Enrique, esposo de mi segunda madre, que con tanta gracia decía, sonreída: “A quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos.”
Un viejo decir absurdo, pues en medio de tanto amor y abnegación jamás cuenta el diablo, y menos en su caso, que no sólo fuimos los hijos de Pelegrín y Narcisa, sino todos los sobrinos de la vasta familia que por algún motivo requirieran de su apoyo milagroso.
A ella, especialmente, dedico esta reminiscencia, pues su ejemplo me inspiró la inquietud por una política de Estado sabia, como lo sería el favor de atribuirle algunos recursos de los planes de asistencia social a esos colosos de la compasión.
¡Qué grandes y virtuosos son esos padres y madres de crianza! ¡Qué bella forma de hacer patria!
Desde luego, no podría servir mi orfandad de modelo, pues ha sido privilegiada. Pero me ha servido para abogar por la otra, muy trágica, de millares de huérfanos desfavorecidos por la vida, especialmente los de padres o madres sacrificados por la violencia criminal. Incluso, la de los centenares de miles que pueden estar hundidos en el abandono de la paternidad irresponsable, que tiene equivalencia tan trágica con la pérdida por muerte.
He insistido en mis demandas de políticas públicas de gran énfasis en la necesidad de crear el amparo a la madre soltera mediante un apoyo concreto de la asistencia social; muchos no han comprendido los alcances de mis propuestas. Han dicho que puede hasta ser “obsceno tal apoyo”, “estímulo más bien para engendrar embarazos calculados como medio de subsistencia”.
Yo he respondido que los recursos, en realidad, se darían en favor del hijo de la madre desamparada, bien por la muerte, ora por el abandono. Esto le daría fuerza para permanecer en la casa, vigilar más de cerca cómo se desarrolla el niño, sin tener la necesidad de salir a prostituirse en un infierno de abusos y explotación.
Por ello hoy, en medio de mis reflexiones, me atrevo a pedir y esperar que los diseñadores de políticas públicas tan sensitivas, como lo sería esa, puedan considerar como plausibles tales propósitos.
El huérfano común es una bomba de tiempo pavorosa. ¡Qué grandioso sería que su Estado lo rescatare de las rebeldías por haber nacido y sus quejas sagradas contra sus duras adversidades! Propiamente un superviviente, quizás, de la matanza en los vientres, que hoy se persigue como un lujo de Nuevo Orden Mundial tan deshumanizado.
Padres y Madres de crianza, hermanos, parientes, amigos, que acudan a la desgracia, deben ser respaldados por su Estado. Sería una respuesta inmensa a la desventura.
La sociedad nuestra de seguro sería la más propicia del mundo para hacer un ensayo tan generoso como ese. Que Dios ilumine a los que tienen el poder de hacerlo para que se cubran de verdadera gloria.