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El eterno problema de la desvinculación de servidores

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Olivo A. Rodríguez HuertasSanto Domingo, RD

Una de las características que ha acompañado la transición democrática dominicana iniciada en 1978 ha sido que la alternancia en la Presidencia da lugar a una masiva desvinculación de servidores públicos. Incluso esto ha sucedido en ocasiones en que el cambio en la jefatura del Estado la asume otro miembro del partido gobernante.

El colmo ha sido que en la práctica política dominicana la cesación de servidores públicos se ha producido también dentro de un mismo gobierno, con el simple cambio de titular de un ministerio, de una dirección general o de un organismo autónomo.

Esa disfuncionalidad institucional obedece al predominio de una cultura política clientelar que durante décadas se ha visto beneficiada de un débil marco jurídico de la función pública.

La Ley 14-91, del 20 de mayo de 1991, sobre Servicio Civil y Carrera Administrativa constituyó un avance de cara a la mejora de nuestra burocracia pública. Conceptos como el mérito y la capacidad, clasificación de cargos, evaluación de desempeño, se hicieron presentes en esa ley. No obstante, su ámbito fue limitado ya que solo era aplicable, de manera gradual, en la administración central, excluyendo a los servidores de los organismos autónomos y de los ayuntamientos. Lo más negativo fue que la estabilidad de los servidores de carrera podía sustituirse por una indemnización económica. En el año 2005, el entonces presidente Leonel Fernández tuvo la iniciativa de que el tema de la función pública se discutiera en el marco del Diálogo Nacional. Producto de ello se logró en 2008 un texto consensuado que fue aprobado por todas las fuerzas políticas con representación en el Congreso Nacional, y promulgada el 16 de enero de 2008, como Ley 41-08.

Esta normativa suple las falencias del texto anterior, haciendo extensiva sus disposiciones, además de la administración central, a los organismos autónomos y a las administraciones locales. Asimismo, clasifica los servidores públicos en base a cargos de libre nombramiento y remoción, de carrera administrativa y de estatuto simplificado; el acceso a los cargos de carrera se debe basar en el mérito y la capacidad, mediante procedimientos competitivos, y la desvinculación sólo es posible por faltas graves, previo procedimiento disciplinario, o por desempeño insuficiente o supresión de cargo.

La Ley 41-08 tuvo una influencia decisiva en la Constitución de 2010, ya que se constitucionaliza el acceso a la función pública con arreglo al mérito y la capacidad, se establece una reserva de ley para el ingreso, ascenso, evaluación del desempeño, permanencia y separación del servidor público; y se declara como nula toda desvinculación de un servidor público de carrera administrativa realizado en violación del régimen de la función pública, considerando, además, la desvinculación irregular como un acto contrario a la Carta Fundamental del Estado.

A pesar de lo contundente de ese precepto constitucional de protección de los servidores públicos de carrera, el mismo ha servido de poco, ya que durante su vigencia ha sido práctica arbitraria corriente la desvinculación.

En cuanto a los servidores públicos de estatuto simplificado, si bien estos no se encuentran protegidos por la estabilidad propia de los de carrera, al no ser cargos sustantivos para el ejercicio de la función pública, esto no constituye un cheque en blanco. Es que la actuación administrativa, aun en el caso del ejercicio de potestades discrecionales, encuentra límites en mandatos constitucionales como los principios de objetividad e igualdad y no discriminación por razones de opinión política. De ahí que la Ley 107-13 disponga que la validez de todo acto administrativo se encuentra sujeto, entre otros requisitos, al respeto de los fines previstos por el ordenamiento jurídico.

Por ello, la desvinculación de un servidor público no puede estar sustentada en un espurio argumento, como el que con total desfachatez históricamente se ha esgrimido, de que es necesario colocar a los seguidores del partido de turno, lo que burlescamente se plasma en la acción de personal como por “razones de conveniencia en el servicio”.

Un fundamento de tal naturaleza anula la desvinculación por desviación de poder, al configurarse el ejercicio de una potestad pública con una finalidad distinta al interés público que desde la función administrativa debe resguardarse por imperativo constitucional.

Es que, además, la desvinculación de un servidor público en esas condiciones acarrea consecuencias onerosas para el erario, ya que hay que destinar millones de pesos al pago de indemnizaciones por la razón ya señalada de satisfacer a la militancia política del partido de turno en el ejercicio del poder. ¿Es esto una razón válida para causar ese detrimento económico a las finanzas públicas?

Llegados a este punto, lo que se advierte es otro déficit de institucionalidad.

El que toca al órgano superior de control financiero del Estado, la Cámara de Cuentas. De conformidad a su ley, tiene la potestad de determinar la responsabilidad patrimonial de los funcionarios públicos que a través de conductas arbitrarias causen un detrimento patrimonial de los recursos públicos. No conozco antecedente del ejercicio de esta potestad pública que convierta en deudor del Estado a un ministro u otro funcionario por el perjuicio causado. Ojalá que la Cámara de Cuentas pendiente de ser designada, asuma esta línea de trabajo.

Nuestra clase política debe asumir como un reto prioritario sentar las bases para dejar atrás este canibalismo político, presente a partir del cambio democrático del año 1978.

Sin desmedro de la importancia de los pactos en temas como la educación, la electricidad y el fiscal, se impone otro pacto indispensable para sobreponernos a las garras del subdesarrollo. Me refiero a un pacto por la institucionalidad, que debe tener como uno de sus componentes esenciales la profesionalización de la función pública.

Ojalá que la Comisión para la Reforma y Modernización del Estado creada por el Poder Ejecutivo, pueda romper el maleficio de las comisiones que le han antecedido en estas cuatro décadas de democracia política.

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