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Enfoque: Patente de corso

No hay café, gilipollas

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Arturo Pérez ReverteMadrid, España

A ver si soy capaz de explicártelo, pedazo de gilipollas. Lee bien lo que te digo por si te sirve de algo, y de paso me sirve a mí. Uno de los efectos secundarios de la infinita capacidad de estupidez del ser humano es que reduce la compasión de cualquier observador lúcido. De esa estupidez nadie es inocente; todos somos responsables y víctimas. Pero sus manifestaciones extremas encierran un daño colateral: que cuando llega la nueva desgracia pronosticada en la lotería de la vida, ésa que las despiadadas reglas naturales imponen periódicamente –geometría del caos lo llamaba Faulques, un fulano que sale en una de mis novelas–, algunos observadores lúcidos miren la cosa con menos horror que curiosidad científica. Incluso con un amargo «pero ¿qué esperabais, idiotas?». Y ojo al dato, oye. Porque lo de idiotas va por ti.

La compasión, te digo. Busca la palabra en el diccionario y me ahorras texto. Me preocupa que ahora la pongamos tan difícil. Tú y yo, claro; pero –perdona que aquí pluralice menos– sobre todo tú. En otros tiempos tenías justificaciones, atenuantes; pero hace mucho que casi todos llevamos en el bolsillo un aparato donde basta pulsar una tecla para acceder a tres mil años de cultura, ciencia y memoria. Así que la excusa de la ignorancia no vale un carajo. Y esa certeza es peligrosa, porque de las pocas palabras que cuando todo se derrumba nos mantienen erguidos –dignidad, lealtad, amor, honradez y alguna otra– la compasión es básica. Si se pierde, es difícil recuperarla. Y sin ella, el ser humano se convierte un poco más en el peligroso animal que siempre fue, aunque la idiotez de nuestro siglo lo camufle con frases de Paulo Coelho. Sin compasión, estamos fritos. Nos volvemos gruñones, misántropos, egoístas, vitriólicos, francotiradores. Sin compasión me acabaré ciscando en tu puta madre, y eso no es bueno. No me quites la capacidad de compasión, por la cuenta que nos trae. Por lo menos, a mí.

Esa compasión me la pusiste de nuevo en peligro hace unos días, viéndote en la tele. Eras tú, el de siempre. Salías hablando de los terremotos que han sacudido Granada porque ese día eras de allí, aunque te he reconocido en otros lugares. Y oyéndote hablar, me enganchaste de nuevo. Tu comentario era estupendo, y lo apunté para que no se me fuera: «Tienen sismógrafos para prevenir estas cosas, pero nadie nos ha avisado. Es una vergüenza». Eso fue lo que soltaste. Y no me digas que recordada en frío no es una frase cojonuda. Resume de forma admirable un montón de cosas que no detallaré porque sonarían a insulto, pero sí te digo una: estás mal acostumbrado, ciudadano. O, seamos compasivos, te acostumbraron mal. Pasó igual cuando Filomena taponó España con nieve, las carreteras se llenaron de automóviles bloqueados pese a que se había advertido de lo que venía, y saliste en el telediario a quinientos metros de Carrefour –ese día eras mujer, pero te reconocí– indignado porque tenías niños en el coche, llevabais allí doce horas «y no ha venido nadie a ver cómo estamos, y ni siquiera nos han traído un café».

Podría seguir poniéndote ejemplos. Los hay a millares, pero con ésos te harás idea, a menos de que seas muy imbécil, de por qué te llamo imbécil. Primero, por tu incapacidad de asumir que el mundo es un lugar hostil donde pasan cosas malas, donde normalidad y seguridad son relativas, y donde puedes horrorizarte, pero no sorprenderte. Y en segundo lugar, porque crees que el Estado, sea el que sea y lo maneje quien lo maneje, tiene la capacidad y la obligación de llevarte ese café o avisar por teléfono de que en tu casa se van a resquebrajar las paredes dentro de media hora. Pretendes, cretino implume, que el mundo sea una oenegé dispuesta a atenderte en el acto; y en caso contrario buscas automáticamente un responsable, una autoridad, un policía, un bombero; alguien en quien descargar el resultado de tu imprevisión, o a quien atribuir responsabilidades que nada tienen que ver con la voluntad humana. Eres tan infantil que no comprendes que no todo es previsible, y que nadie es inmune al caos periódico, al zarpazo de una Naturaleza desprovista de sentimientos. Se cae el avión, pillas el bicho, se estrella el coche, y lo primero que haces es buscar a quien se zampe el marrón. Necesitas culpables, y tal vez ésos a los que acusas lo sean; pero no por los motivos que esgrimes. Llevan demasiado tiempo haciéndote vivir en un cuento de hadas que acaba cuando pasas la página o tecleas en Google las palabras Boko Haram, Afganistán o mujeres de Ciudad Juárez. Te han hecho creer que el mundo es por fin un lugar seguro y que papá Estado se ocupa de todo. Te han engañado como a un chino, suponiendo que a los chinos de ahora los engañe alguien.

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