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Enfoque: Psicología

¿Por qué necesitamos finales felices?

Escribir un libro es solo una parte del trabajo de escritor, la más fácil. Lo duro viene después, cuan­do lo que has escrito se publi­ca y tienes que salir a explicar­lo. Porque alguna explicación hay que dar, no se puede publi­car el libro sin más y dejar que sean los lectores quienes lo ave­rigüen, hasta ahí podíamos lle­gar. Siempre intento escabullir­me hablando de otras cosas y envidio mucho a los escritores más políticos y más concien­ciados, que pueden lanzar una diatriba contra el Gobierno o denunciar la hipocresía consu­mista en vez de hablar de sus novelas. Lo he intentado alguna vez. A la pregunta de de qué va mi libro he respondido que hay que ver la que ha liado Trump y no sé qué de Puigdemont, pero nunca ha colado y al final me he tenido que inventar algo para no decir que no tengo ni idea, que bastante me cuesta escribir.

En 2020, por primera vez, elu­dí ese problema. Había escrito una novela con final feliz. Casi to­dos no creían que fuese una no­vela, sino un híbrido difícil de en­casillar, pero yo lo decía en serio: era el primero de mis libros que termina bien y aspiraba a dejar al lector con una sonrisa.

Mi novela con final feliz salió el año de la peste, cuando has­ta los animadores de autoayuda más chiripitifláuticos habían tira­do la toalla y se abandonaban a las trompetas del apocalipsis. Por supuesto, no fue premeditado. La escribí antes de que el mundo se fuera al carajo.

Dos cosas han subido mucho desde marzo de 2020: las accio­nes de las compañías tecnoló­gicas y la necesidad de finales felices. Mucho más que en las novelas —¬aunque también—, donde mejor se aprecia esto es en las series que han triunfado. ¿Dónde están los antihéroes cíni­cos a los que nos habíamos acos­tumbrado? ¿Qué fue de la aspe­reza que puso de moda David Simon en The Wire, cuando pro­clamó: “Que se joda el especta­dor medio”? ¿Adónde se marcha­ron los Toni Soprano, los Walter White y los chorros de sangre so­bre la nieve de Fargo? Por no ha­blar de los zombis y las distopías apocalípticas, tan de moda hasta ayer. Parece que se quedaron en el mundo antiguo, no han sabido adaptarse a la distancia social y a las mascarillas.

La Beth Harmon de Gambito de dama está mucho mejor pre­parada para la nueva normali­dad. Por supuesto, el ajedrez es ideal para jugar en casa, pero lo importante de Beth es que ga­na y, pese a sus soledades y al­coholismos, machaca a sus opo­nentes machitos sin despeinarse. Cae un pelín a los infiernos, pero con mucha clase y fotogenia, na­da que ver con las caídas sórdidas y desesperanzadas a las que nos habían acostumbrado los Brea­king Bad, los Dexter y compañía. La cosa termina tan bien que de­ja la puerta entreabierta para una nueva temporada en la que siga jaquemateando a ajedrecistas ru­sos muy estirados.

Ya se intuía que el público es­taba cansado de tanto antihé­roe complejo y de tanto de­tective atormentado. En 2005 terminó de emitirse la peor serie de la saga, Enterprise, que enfrió mucho los entusiasmos trekkies y los concentró en las pelis de J. J. Abrams. Parecía que el mundo galáctico había quedado atrás, adherido a un tiempo más inge­nuo y ecuménico en el que no ha­bía Brexit ni Vox. Pero en 2017 Netflix estrenó Discovery, y el mundo trekkie resurgió con toda su fe en una vida larga y próspe­ra. Desde entonces, se ha estrena­do también Picard, con el regreso del viejo capitán, y se han anun­ciado tres más: Lower Decks, Pro­digy y Strange New Worlds. Co­mo la peste del coronavirus se alargue mucho, todo acabará siendo Star Trek, hasta donde al­canza la vista.

Como trekkie tardío, entiendo las aventuras galácticas de la Flo­ta Estelar, porque siempre termi­nan bien aunque terminen mal. Incluso en las situaciones más deses¬peradas, el intrépido ca­pitán y sus oficiales se mantie­nen dignos y erguidos. No salen a aplaudir al balcón de la nave, ni protestan por el toque de queda, ni se ponen la mascarilla por de­bajo de la nariz. Y al final siempre encuentran el camino a casa. La oscuridad se deshace y el mal se doblega. Los ingleses han cele­brado (o llorado) su Brexit dise­ñando algunos happy places. Esa nostalgia imperial que se expresa en evocaciones comarcales de la Inglaterra que nunca fue y ya no será ha dado dos series que han gustado mucho en las tar­des más duras del confinamien­to: Todas las criaturas grandes y pequeñas y Los Durrell. Am­bas funcionan como mantitas de sofá y renuevan los votos por un mundo amable, poblado por buena gente que se echa una mano. El contraste con las noti­cias diarias es más que abrupto. Después de una rueda de pren­sa de Fernando Simón, dos episo­dios de Todas las criaturas abri­gan y reconfortan como el más nutritivo de los caldos.

Sigo defendiendo que escribí una novela con final feliz, aun­que no es tan feliz como estos fi­nales ni reconforta tanto. Es fe­liz para mis estándares, pero no para los de un mundo que nece­sita mucho más azúcar narrati­vo para afrontar el invierno. Oja­lá vuelvan pronto los zombis y los antihéroes, pues significará que hemos perdido los motivos para tener miedo.

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