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Reminiscencias

Don Constancio maestro de maestros

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MARINO VINICIO CASTILLO R.(VINCHO)Santo Domingo

Este tiempo se presta para ejer­cicios menta­les provechosos. Me ha favoreci­do y siento que lo he podido hacer mejor que en circuns­tancias normales. En mis manos, un libro que con­tiene artículos y conferen­cias del destierro de don Constancio Bernaldo de Quirós. Leerlo es riquísi­ma manera de acercarse a su enorme erudición. Des­de siempre han sido citas obligadas sus obras, cuan­do se accede al conoci­miento de la criminología. Él fue uno de sus padres.

Este libro, coordinado por su nieto, Roberto Cas­sá de Quirós, recoge sus es­fuerzos docentes entre noso­tros, cuando confesaba que dependía sólo de su memo­ria porque sus libros habían quedado atrás, en su patria desgraciada “por la yegua brava de la guerra”. Esa re­velación de tan ilustre maes­tro era una prodigiosa des­cripción del desastre.

Siempre me atrajo su ce­lebridad; tenía una razón sentimental; además, oí por primera vez mencionar­le cuando tenía nueve años de edad. Una tarde, no sé de qué día del año cuarenta, lle­gó a mi pueblo una carava­na de camiones y guaguas militares con una carga pe­sarosa: cientos de refugia­dos españoles: hombres, mujeres y niños. El pueblo se volcó en “la chacra”, una estación de la Secretaría de Agricultura, situada en sus afueras. Confieso que mi im­presión de niño se sembró en mi alma en forma indeleble.

Había una extraña sensa­ción de satisfacción y pena; el generoso pueblo sabía de la tragedia de cuyo vientre pro­venía tanto infortunio. Una de mis dos madres, Anadelia, puso su abnegación en pie y entre sus amigas se formó un grupo que acogería a padres, niños y niñas. Una hermosa demostración de solidaridad, de la cual salieron lazos im­perecederos de amistad entre los desventurados acogidos y las familias que abrieron sus brazos para recibirles sin nin­guna compensación, que no fuera la maravillosa amistad que brotaba de aquella expe­riencia prendida como una flor en el pecho del espanto que sobrecogía al mundo.

Días después, oí decir, en casa, que en aquella carava­na había llegado un notable maestro del Derecho Penal. Se dijo que los abogados del pueblo lo habían ido a pro­curar para alojarle en “el ho­tel de doña Josefina” y que, al día siguiente, dictaría una conferencia en el Club Espe­ranza. Hablaban dos aboga­dos de mi familia, mi herma­no Américo y mi tío Tomás. Podría parecer increíble que la precocidad de un niño de nueve años se interesara en oir esas cosas y de ir tam­bién a la gradería del Club y desde allí alcanzar a ver, cuando hablaba a sala llena, aquel viejecito reputado co­mo un sabio.

Mi curiosidad de niño in­dicaba que no podía entender cuanto se decía desde aquella cordillera de cultura. Sólo re­cuerdo unas menciones que a todos los francomacorisa­nos impactara: se refería a la belleza incomparable de Quita Espuela. Una vez cre­cí y comencé a formarme de abogado, encontré en sus libros las razones podero­sas de su fama.

Ahora, ochenta y un años después, lo recobro en cua­rentena; me reafirmo en la convicción de que don Cons­tancio sigue siendo un expo­nente supremo del conoci­miento, no sólo del derecho, sino de la geografía, de la an­tropología, del fenómeno so­cial agrario y de las incurables penurias penitenciarias.

Impartió cátedra de Crimi­nología en la entonces Uni­versidad de Santo Domingo, al tiempo que dictaba confe­rencias y escribía artículos en el periódico La Nación. Yo te­nía su prólogo a una de las ediciones del Programa del maestro Francesco Carrara, como una verdadera joya del género. Al leer ahora sus tra­bajos de ostracismo en Santo Domingo, me declaro admi­rador redoblado del insigne maestro universal.

Como suelo hacer al re­comendar un libro, les sugie­ro leer primero el episodio de Diego Corriente, el Bandido Generoso de la leyenda. Es­to, no sólo para abogados y estudiantes, sino para aque­llos con interés en la cultura general. Convendrá conmi­go el que ésto hiciere, en que los que hablamos y escribi­mos en español por estos lares estamos lejos del español de su brillante escritura. Se sien­te uno tentado a pensar: ¡Oh Dios mío, este otro idioma tan bello y desconocido!

Esa fuente inagotable del conocimiento, pienso que no se acierta, por una excesiva modestia en la presentación del libro, en canto a que su lu­minosa presencia fue descu­bierta, como si fuera un ha­llazgo de algo ignorado entre nosotros. No. Don Constan­cio y sus obras eran huéspe­des ilustres de los anaqueles de algunas oficinas de aboga­dos de mi pueblo, junto a Ca­rrara, Ferri, Lombroso y a los grandes maestros de otras na­ciones. Quizás de ahí surgió el alto honor y la complacencia de recibirle por un tiempo en­tre nosotros.

En una escala menor de utilidad inmensa, nos llega­ron también maestros for­midables, artistas mag­níficos y exponentes del comercio, algunos que se casaran con virtuosas mu­jeres nuestras formando fa­milias admirables. No era posible terminar ésto sin la evocación de ellos, particular­mente en la docencia, donde estaba don Carlos González Sáenz y otros forjadores de generaciones de estudiantes normalistas que fueran mag­níficos profesionales.

En fin, me estremecí al reencontrar el elogio que hi­ciera de don Constancio otro maestro del Derecho Penal, don Luis Jiménez de Asúa, en ocasión de su muerte: “Si hubiese vivido diecinueve centurias antes, estoy seguro que, como tantos hombres y mujeres campesinos, pesca­dores, desarrapados y menes­terosos, hubiera seguido a Je­sús.” Esas otras dimensiones del maestro sí que eran desco­nocidas por el humilde pue­blo nuestro.

Leer el libro es un tributo justo a su memoria. Gracias al nieto que nos lo reacerca.

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