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El lado oscuro de Ghandi: NIÑAS Y RACISMO

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Juan Eslava GalánTomado de XL semanal

Gandhi, un mu­chachito de corta estatura muy moreno, vestido como un petimetre, traje de lino crudo y sombrero, aguar­daba la llegada del tren. En su rostro atezado de rasgos amables destacaban unos ojos almendrados de mira­da vivaz, unas orejas de so­plete y un bigotazo con el que intentaba compensar la parvedad de su figura.

Llegó el tren, entre nubes de vapor, y los viajeros su­bieron a los vagones. Gand­hi se instaló en uno de los asientos acolchados del va­gón de primera.

-¡Largo de aquí, sami! -lo interpeló el revisor, un tipo fornido, de elevada estatu­ra-. No puedes sentarte ahí.

‘Sami’ era el término des­pectivo con que los blancos designaban a los indios en Sudáfrica.

-Tengo billete de primera -replicó Gandhi mostrando su boleto de cartón.

-No importa. Eres indio y este vagón es para los blan­cos.

Iba a argumentar algo, haciendo uso de sus cono­cimientos legales, pero el revisor lo empujó al andén. Detrás de él arrojó su ele­gante maleta de cuero.

-¡Los indios y los negros, atrás! -le gritó.

Los espectadores, todos ellos viajeros blancos, no podían estar más de acuer­do a juzgar por sus actitu­des. El jefe de estación tocó el silbato y levantó la ban­derola roja. El tren iba a partir. Gandhi no podía per­derlo. Lo esperaban en Pre­toria para firmar unos con­tratos. Cabizbajo, recogió su equipaje y se acomodó en el atestado vagón trase­ro del convoy, el de tercera.

Acomodado en un ban­co de listones de madera, Gandhi se sentía observado irónicamente por sus com­pañeros de viaje y de ra­za, los coloured, los negros e indios. Así que un ener­gúmeno cuyo único méri­to consistía en ser blanco lo había humillado, a él, un brillante abogado. Sus pre­juicios segregacionistas co­menzaron a derrumbarse en cuanto los sintió en pro­pia carne. La afrenta de Pie­termaritzburg permanece­ría viva en su recuerdo de por vida.

El joven Gandhi tenía conciencia de clase. Ha­bía nacido hijo del primer ministro de Porbandar, un principado al noroeste de la India. Pertenecía a la casta de los banias, apreciada por la innata elocuencia de sus miembros, casi siempre de­dicados al comercio.

Siguiendo la costumbre india, la familia lo casó a los 13 años, con una chica a la que lo habían prometido desde los 6, y poco después, ya padre de su primer hijo, lo envió a Londres para que cursara los estudios de De­recho.

En la metrópoli del im­perio victoriano, el joven Gandhi se topó con la dura realidad del racismo britá­nico. En su Porbandar natal podía ser un miembro de la clase privilegiada, pero en Londres solo era un indio de piel olivácea, por más que vistiera con elegancia euro­pea y se tocara con un bom­bín.

Gandhi reaccionó refu­giándose en su herencia cul­tural y se entregó a la lec­tura del Bhagavad Gita, la biblia del hinduismo, lo que lo condujo, por extensión, al estudio del cristianismo, al budismo y a la novedosa teosofía, la nueva religión entonces de moda.

Derechos de la minoría

Vuelto a la India, el por­venir del joven abogado no parecía halagüeño. Sus pa­dres habían muerto y la fa­milia ya no era tan influ­yente como solía. Aceptó un empleo como agente co­mercial de una empresa ex­portadora y marchó a Su­dáfrica con su familia, que mientras tanto había au­mentado a cuatro miem­bros.

En Sudáfrica, el despre­cio padecido en la estación de Pietermaritzburg unido a otros agravios lo movió a preocuparse por la defensa de los derechos de la mino­ría india, lo que lo retuvo en aquel país 22 años. Cuando regresó a la India, ya activis­ta famoso, se encontró con que su labor asistencial en Sudáfrica lo había conver­tido en un héroe aclamado por el pueblo.

En un principio, Gand­hi clasista y racista por tra­dición- había justificado el colonialismo occidental, puesto que los pueblos so­juzgados no le parecían ca­paces de progresar por sí solos. Además, en el fondo admiraba la cultura euro­pea. Incluso durante la Pri­mera Guerra Mundial fo­mentó el apoyo indio a la causa británica.

Esa actitud cambió radi­calmente cuando las lectu­ras de Ruskin y de Tolstoi y los sucesos de Amritsar (los ingleses dispararon contra la multitud de manifestantes y mataron a unos cuatrocien­tos) lo persuadieron de que su verdadera causa era la li­beración de los pueblos so­juzgados. Lo haría median­te la resistencia pacífica, la desobediencia civil y el boi­cot a los británicos. Como un símbolo de su implica­ción en esa lucha, en adelan­te vistió las ropas tradicio­nales indias, que le dejaban las canillas al aire, lo que, al evidenciar su propia fragili­dad, reforzaba su ahimsa, o renuncia a la violencia.

El activismo lo condujo a la cárcel en varias ocasiones, lo que aceptó con un neoes­toicismo anacoreta con el que se encumbró como jefe espiritual de los indios.

En 1927, los ingleses in­tentaron imponer una Constitución al margen de la población india. Gandhi retornó al activismo y pu­so su prestigio al servicio del partido nacionalista, el Congreso Nacional Indio. Más adelante, decepciona­do por los tejemanejes de los políticos, se alejó nue­vamente del Gobierno para volver a su retiro espiritual y a la educación de sus com­patriotas, a los que inten­taba liberar del anacrónico sistema de castas.

Durante la Segunda Gue­rra Mundial se opuso a que la India auxiliara al Reino Unido, lo que lo condujo nuevamente a la cárcel. Ex­carcelado al término de la contienda, tomó parte en las negociaciones que con­dujeron a la independencia de la India.

Apostolado y muerte

En 1947, cuando el Reino Unido se desprendió de la India, la perla de su impe­rio, las tensiones entre hin­duistas y musulmanes eran tales que se arbitró dividir el subcontinente en dos países: la India (de mayoría hindú) y Pakistán (de mayoría mu­sulmana). Los fieles de las religiones respectivas se en­zarzaron en una cadena de matanzas. Gandhi intentó calmar los ánimos personán­dose en las zonas de conflic­to, lo que le granjeó la ene­mistad de ambos bandos.

En la noche del 30 de ene­ro de 1948 se encaminaba al rezo comunal rodeado de una multitud de discípulos cuando un radical hindú le disparó tres balas a quema­rropa. Gandhi falleció des­pués de invocar a la divini­dad con sus últimas palabras: «¡Hey, Rama!». Ahora se cumplen 70 años de aquello.

Influencia materna

Las raíces del pacifismo extremo de Gandhi pueden rastrearse en el ideario jai­nista de su madre, la noble Putlibai, contraria a cual­quier tipo de violencia, in­cluida la de matar micro­bios con medicinas. Por eso, el Mahatma (‘gran alma’) se confesaba enemigo de la medicina tradicional y esta­ba convencido de que cual­quier mal se cura con una vida reglada y con una dieta crudívora y láctea. Por cier­to, también recomendaba el aceite de oliva.

Más controvertida fue su postura frente a las apeten­cias territoriales de las po­tencias fascistas: «Inviten a Hitler y Mussolini a que to­men cuanto quieran de sus países -aconsejaba a los alia­dos-. Si quieren ocuparles el territorio, cédanselo. Somé­tanse a ellos, pero rehúsen obedecerlos». O sea, la re­sistencia pasiva y la desobe­diencia civil como fórmula universal. Menos mal que ni Churchill ni Stalin siguieron el consejo.

La relación de Gandhi

con el sexo es

Casado apenas adolescente, su nuevo estado le provocó tal alboroto hormonal que copulaba con su joven es­posa a las horas más intem­pestivas. Su sagrada obliga­ción como hijo era asistir a la agonía de su padre en la cabecera del lecho, pero en un momento de debilidad se apartó de él para solazar­se con su esposa. Un criado lo avisó, tras la puerta de la alcoba, de que su padre aca­baba de expirar. Toda su vi­da le remordió la conciencia por esta «doble culpa» como la llamaba y seguramente determinó que 20 años des­pués, todavía treintañero, decidiera abrazar el celibato de por vida, sin consultarlo siquiera con la fiel Kasturba, su esposa, la parte afectada, a la que, por otra parte, ator­mentaba con sus celos.

Esta sexualidad auto­rreprimida tuvo sus con­secuencias. En su vejez desarrolló una especie de fi­jación por dormir cada no­che con una o dos jovenci­tas desnudas, no siempre las mismas, entre ellas su sobrina nieta Manu. Ese ejercicio de autocontrol o de resistencia a la tentación para domeñar los instintos se parece mucho al amor udrí medieval o a la absti­nencia en las tres «noches de Tobías» que recomenda­ban ciertos confesores cató­licos a los recién casados.

Estas sombras, y algu­nas otras, unidas a su pen­samiento un tanto errático desde la lógica occidental, determinaron que a Gand­hi nunca le concedieran el Nobel de la Paz, aunque es­tuvo nominado cinco veces.

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