Trump y Nixon bailando la misma música en tiempos distintos

Donald Trump y Richard Nixon

Donald Trump y Richard Nixon

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Rafael NuñezSanto Domingo, RD

En las esferas políticas y de opinión pública estadounidenses es tema actual de debate que el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, pudiera optar por un auto indulto urgente que cubra a toda su familia o que, en última instancia, apele al recurso de la renuncia a los fines de que su vicepresidente, Mike Pence, le conceda el perdón, una maniobra que más que salvarle sería en sí misma una incriminación tras el asalto al Capitolio con resultados de 5 personas muertas y el sagrado recinto legislativo vandalizado.

El único presidente norteamericano que ha sido favorecido con un indulto fue el fenecido Richard Nixon, luego que dos periodistas que usualmente tenían la cobertura de noticias policiales, por casualidad, destaparon el escándalo de Watergate, que finalmente obligó a renunciar al mandatario número 37º el 8 de agosto de 1974.

Con el fantasma del segundo impeachment aprobado por la Cámara de Representantes contra Trump, no pocos ciudadanos norteamericanos y analistas de política internacional, hacen analogía relacionando este hecho del Capitolio con aquel episodio de espionaje a las oficinas del Comité Nacional Demócrata (DNC), en el edificio Watergate, escándalo que Nixon trató de detener hasta que se sucumbió en la Corte Suprema.

Los casos de acusación al presidente Richard Nixon por fisgonear las reuniones de los demócratas en las oficinas ubicadas en el edificio de Watergate, y la de Donald Trump y su eventual responsabilidad con el asalto al edificio de un poder del Estado (el Capitolio) tienen semejanza en cuanto a los posibles cargos federales, pero no pueden correr la misma suerte.

En el año 1972, cinco meses antes de las elecciones, un guardia de seguridad de Watergate denunció haber descubierto intrusos en el edificio, por lo que la Policía hizo las indagaciones y detuvo a Virgilio González, Bernard Barker, James McCord, Eugenio Martínez y Frank Sturgis por intento de robo. Luego se determinó que la historia no era un simple episodio de raterismo.

Hay que leer la historia narrada en el libro de los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein para entrar en conocimiento de la maraña de corrupción, espionaje, obstrucción a la justicia y chantaje en el que se vio envuelta la administración de Nixon y Gerard Ford, este último su vicepresidente y posterior sucesor.

Los investigadores policiales siguieron tirando del hilo y descubrieron que los “rateros” interceptaron los teléfonos de la oficina demócrata. Es decir, alguien con poder político estaba espiando a la oposición, por lo que fueron procesados junto al ex agente de la Central de Inteligencia Americana (CIA), Howard Hunt, arrastrando al asesor de finanzas del comité de reelección Gordon Liddy, pues el Buró Federal de Investigaciones (FBI) presupuestó cargos en el expediente vinculando al grupo con dinero sucio de la campaña.

Igual que como hiciera Donald Trump con el director de la Oficina Federal de Investigaciones, James Comey, quien fue despedido cuando dirigía una pesquisa sobre posible colusión entre la campaña presidencial trumpista en 2016 y Rusia, con la intención de influir en el resultado electoral, Richard Nixon también canceló al fiscal especial de Watergate, Archibald Cox, que tenía a su cargo realizar las investigaciones del escándalo de escuchas telefónicas.

Ninguna de las maniobras puestas a operar por la administración Nixon para detener la debacle, fueron efectivas y terminó destituido, recibiendo el perdón completo de parte de su sucesor, Gerard Ford.

Cuando se destapó la pandemia en diciembre de 2019, ningún analista de política estadounidense daba por hecho que los demócratas se animarían a llevar a cabo un impeachment al presidente Trump. Hoy no podemos decir lo mismo: Hay un segundo juicio político, sancionado por mayoría demócrata y diez republicanos en la Cámara de Representantes.

Derrotados sus intentos de alcanzar mayoría en el Senado, en la Cámara de Representantes y habiendo perdido la reelección, Tump–que ha sido obstinado en su afán por seguir en el cargo- habrá de tener el cuidado que no tuvo a lo largo de su gestión de cuatro años, para no decidirse por un auto perdón, que para no pocos observadores sería tratar de impedir que el brazo de la justicia lo termine pulverizando.

Antes de los acontecimientos del 6 de enero como resultado de un constante discurso populista de ultra derecha, promotor de odio, racista, de confrontación y de exclusión, la posibilidad del indulto era remota, pero cobra cada día mayor fuerza en su familia y entorno esa salida, luego de esos hechos cuyo fin sería protegerse él y los suyos, cosa que no hizo con los millares de estadounidenses que necesitaron del auxilio a tiempo por parte de su administración para evitar engrosar las cifras frías de víctimas mortales de la pandemia.

La obstinación por el poder, propia de los populistas de derecha o de izquierda, es una de las razones que llevó al trumpismo a jugársela del todo, pues una vez despojado de la inmunidad del cargo, no es seguro que esté exento de cargos criminales una vez deje la Presidencia.

En una entrevista a BBC Mundo, el catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Pace, Benett Gershman, sostuvo que “creo que hay la posibilidad de que se le imputen cargos criminales a Trump”. Y añadió:

“Los cargos que el presidente podría enfrentar tienen que ver con fraude bancario, fraude de impuestos, lavado de dinero, fraude electoral, entre otros”, dijo Gershman.

Aparte de otros casos pendientes publicados por The New York Times, dice el diario que el presidente norteamericano “tras la derrota, sus acreedores sean menos flexibles a la hora de exigir el pago de préstamos, en momentos en que algunas de sus inversiones personales no pasan por el mejor momento”.

Si ciertamente a la luz del criterio del Departamento de Justicia de que “un mandatario no puede ser procesado”, y al hecho de que a Trump le importa un bledo saltar las instituciones, poco vale que se haya apelado a un memorando de la Oficina de Asesoría Legal (OLC) de ese departamento que estableció en 1974 que “un presidente no puede perdonarse a sí mismo”.

Desde que Nixon se valió del presidente que le sustituyó a raíz de su renuncia en 1974 para eludir la debacle total pos presidencia, han pasado 46 años, más de cuatro décadas y media en que el mundo ha cambiado radicalmente.

Si los medios de comunicación de la época fueron capaces de provocar la renuncia de un presidente de los Estados Unidos, que utilizó todo su poder e influencia para evitar su destitución, en este tiempo las redes sociales constituyen una fuerza capaz de derrotar al más poderoso, teniendo como aliado al mismo “Estado profundo”, que se anida alrededor de los jefes de gobierno, y que sus integrantes siguen en los cargos más allá de los cambios presidenciales.

Ese poder fáctico, que luce fuerte en los Estados Unidos, es el que garantiza la supremacía del orden constitucional, la seguridad física y jurídica de los funcionarios claves cuando ese orden está en peligro, como ocurrió en el Capitolio cuando los legisladores y funcionarios fueron protegidos de las hordas trumpistas.

Pues si bien es cierto que el nuevo presidente de Estados Unidos, Joe Biden, y su vicepresidenta, Kamala Harris, han mantenido una actitud prudente ante los últimos hechos, tendrán que apelar al discurso de unidad no solo en pos de la cohesión de una nación que es paradigma para el resto del mundo, sino que de su estabilidad y funcionamiento democrático dependen muchas naciones del continente, fuera de las ideologías políticas.

Corresponde al presidente Biden y su gabinete restañar las heridas inferidas a la democracia norteamericana en manos de un populista de ultraderecha, egomaniático y narcisista que ejerció la presidencia de los Estados Unidos apelando en su discurso a falencias reales de las administraciones demócratas y republicanas. Muchas cosas tienen que cambiar en ese país para enderezar entuertos.

Esa realidad que se le presenta a la nueva administración demócrata define su accionar, que podría andar por las declaraciones dadas hace meses por el presidente Biden en el sentido de que ni auspiciará ni intercederá para impedir un eventual juicio que los tribunales ordinarios abran contra Donald Trump.

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