La República

Enfoque

Testimonio decisivo

Marino Vinicio Castillo R.Santo Domingo, RD

Desde joven sentí de­voción por Abraham Lincoln. Ese prócer mundial me apasio­nó; leí con interés todo lo que pude.

Lincoln sigue siendo in­menso por la naturaleza de las causas por él defen­didas: La integridad de su nación y su portentoso es­fuerzo por liberarla de la esclavitud; la guerra de se­cesión que amenazara con desintegrarla, tuvo como eje esencia su sabiduría hasta el momento en que la muerte se lo llevara para la gloria.

Emile Ludwig lo descri­be en forma fascinante; fue la mejor forma de saber del coloso, desde niño, pasando la adolescencia, formándo­se como autodidacta, luego de abogado, senador y pre­sidente, hasta su caída en el charco de su generosa san­gre.

Muy joven servía en las barcas del río Ohio; boxeaba sin guantes, de acuerdo a la época; se convirtió luego en una especie de agrimensor y árbitro para decidir disputas de límites y linderos entre los granjeros, que decían: “Has­ta que Abbie no llegue a me­diar y fijar los derechos, no se puede hacer nada”.

Esos humildísimos oríge­nes ayudaron al desarrollo de su innata sabiduría y un tan­to trashumante se convirtió en un narrador de anécdo­tas y relatos de su trato con la gente.

De su paso por los tribu­nales recordaba ocurrencias y episodios con gran humor. El caso es que, una vez pre­sidente, algunos de sus cola­boradores pertenecientes a élites académicas, por lo ba­jo, lo señalaban como “echa­dor de cuentos”. Una forma de reducir su importancia, dirían los franceses un cau­serie, un conversador. Lejos estaban aquellos de lo que encerraba su grandiosa bon­homía.

Este exordio me sirve pa­ra, con la mayor humildad concebible, confesar que siempre me ha parecido que esas fuentes de información son magníficas; guardando las distancias siderales que me separan de aquel prócer mundial, me agrada esta for­ma de reconocerlo, lo imito en la recordación de muchas cosas que viví, o las oí de tes­tigos irreprochables.

Una manera de aprender a zurcir esas reminiscencias, que mucho ayudan a enten­der cuanto ocurre en el pre­sente.

Hoy traigo una muestra destinada a probar que en nuestro medio han desme­jorado muchas cosas sensiti­vas, como lo es el servicio a la salud del pueblo. Se ha desti­tuido por tarjetas de asisten­cia la condición desesperada de enfermo para el acceso al servicio.

Estas entregas de cuartillas cada 15 días me han brinda­do la oportunidad de hacer uso de ese hábito respetuo­so que proviene del colosal ejemplo de Lincoln.

Las dos primeras entregas me han dado la oportunidad de proseguir con el hábito de apoyarme en mis reminis­cencias para hacer prueba de cosas que he afirmado; recor­dar pasajes de la vida, mu­chos tenidos como olvidados, algo que resulta una prácti­ca mental constructiva; so­bre todo, cuando se refieren a cuestiones de la vida nacio­nal.

Ya cumplí, en parte desde luego, el propósito de evocar la escuela pública en que me formara al relatar cómo la vi desvanecerse, en grave per­juicio de la República, por lo corrosivo que fuera el proce­so de establecer dos niveles de enseñanza, como si fue­ran sus muchachos hijos de dos países diferentes.

Hoy, en la tercera entrega, quiero hacer evocación del hospital público de enton­ces y que quede así fijado el contraste con lo de hoy.

Se podría resumir de un modo simple la apreciación: En los tiempos en que na­cí y crecí, el “cuarto privado” de un hospital público era un privilegio, pero los pabe­llones tenían el mismo nivel de atención y suficiencia de aquellos.

Voy a citar un ejemplo tes­timonial relacionado con el Hospital Salvador B. Gautier.

Su elenco de médicos desde su fundación hasta el tiempo en que llegara la de­mocracia que trajera tantas cosas positivas, era de una composición formidable.

Félix Goico, que fuera una gloria de la cirugía nacional, permaneció en sus quirófa­nos hasta la ancianidad, al borde de la no videncia. Tu­ve el honor de recibirle en mi oficina de abogado para ofre­cerle consulta sobre cuestio­nes jurídicas rutinarias, opor­tunidad ésta que aproveché para preguntarle algunas co­sas sobre su hospital de siem­pre.

Quedé maravillado al oír­le expresar unos juicios pro­fundos de lo que fuera aquel “hospital de obreros” al prin­cipio y sus “privados” ini­mitables. Recordó los años ´50 cuando se celebraban seminarios internacionales de gran nivel científico y se traían celebridades de la ciru­gía mundial, especialmente en el área de la Cardiología.

Recordó por sus nom­bres a médicos dominica­nos eminentes que servían en aquel centro. Recor­dó a mi hermano Aristeo, a quien le había dicho, que había estado presente en la operación héchale a mi pa­dre en el hospital Nekel de Paris, como ayudante del más importante cirujano de Francia entonces.

Habló complacido de gru­pos de estudiantes que fue­ran al Gautier a formarse en sus prácticas, muchos de los cuales se fueron al extran­jero. Y otros regresaron, los menos, muy bien dotados.

Me impactó su testimonio, cuando dijo: “Doctor, el hos­pital dejó de ser lo mismo. Ya no es el importante centro de su fundación”. Agregando: “Desde luego, cumplió su mi­sión esencial durante mucho tiempo de “hospital de obre­ros”.

Su modestia lo detuvo ahí y yo me permití recordar­le como noble elogio: “Doc­tor, la clase obrera tuvo el lu­jo por años de sus eminentes servicios de cirujano mayor nuestro”. Esbozó una leve sonrisa sin palabras. El enfer­mo sin tarjeta era lo primor­dial.

Pero no voy a llegar al fi­nal de mis novecientas pala­bras de límite sin decirles que tendré otras experiencias qué contar en la próxima evoca­ción de reminiscencias.

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