LA ARRANCADA
Estados Unidos: al borde del abismo
Es agotador vivir aquí. Somos una nación desconcertada, peleada y medio loca. Estados Unidos es una mezcla terrorífica de reality show televisivo, república bananera y Estado fallido. En solo cuatro años hemos perdido de vista todo: el Estado de derecho, un mínimo sentido de la decencia, la verdad y la fe en el Gobierno y la gobernanza nacional. Mientras escribo estas líneas, el presidente de Estados Unidos baila sobre un escenario al ritmo de la música de Village People, en un auditorio abarrotado y en medio de una pandemia que ha matado a 215.000 estadounidenses y seguramente va a matar a algunos de los asistentes.
Nuestro presidente está clínicamente loco. Lo sabe el mundo, lo sabe el Partido Republicano y lo saben hasta sus seguidores. Además ha cometido docenas de delitos y actos merecedores de la destitución estando en el poder, y lo único que le salva es que son tantos que nadie logra centrarse en uno solo. Hace unas semanas, un lunes, nos enteramos de que no había pagado impuestos en 10 de los últimos 15 años. Al día siguiente, durante un debate con Joe Biden, dijo a los miembros de las milicias supremacistas que “se retirasen y se mantuvieran a la espera”; a la espera de una guerra civil. Hacia el final de esa semana supimos que les habían diagnosticado la covid-19 a él y a otras 32 personas del personal de la Casa Blanca.
Hemos tenido 200 semanas así, unas semanas que parecen años, que habrían acabado con cualquier otra presidencia. Estamos hartos de este circo.
Los republicanos se consideran conservadores, pero los años de Trump han sido los más radicales y radicalizadores de la historia moderna de Estados Unidos. Trump y su Gobierno son erráticos, irracionales y reaccionarios y están dispuestos a hacer pedazos cualquier parte de la Constitución que sea un obstáculo para obtener sus caprichos. El lema de Ronald Reagan era que el Gobierno debía ser eficiente pero pequeño, nada entrometido, casi invisible. Pues bien, en estos cuatro años hemos tenido que lidiar a diario con el Gobierno que más se ha inmiscuido en nuestras vidas de toda la historia de nuestro país. Trump está cada día en nuestras narices, contando mentiras y fomentando la discordia y el odio, y lo peor de todo es que su incompetencia absorbe constantemente nuestra atención. Su presidencia es un accidente de automóvil del que llevamos cuatro años sin poder apartar la vista.
El año pasado, mi familia y yo necesitábamos un respiro del caos interminable de la vida en Estados Unidos y nos fuimos a España. A las islas Canarias. Durante tres meses vivimos en La Garita, Gran Canaria; una comunidad de lo más discreta a orillas del océano y alejada de los turistas. Nuestros hijos fueron al colegio allí y todos vivimos una vida totalmente distinta y llena de cordura. La policía no disparaba contra la gente normal en la calle. El presidente no empujaba a sus partidarios a rebelarse contra el Gobierno que se suponía que dirigía él. Cuando necesitábamos asistencia médica, la teníamos y prácticamente gratis.
Y no teníamos que pensar en Trump. Figuraba pocas veces en los informativos locales, en los periódicos locales y en nuestro pensamiento. Hasta el intento de destituirle. Aunque Trump ha cometido un centenar de delitos que son causa de destitución, el Congreso por fin escogió uno concreto, celebró las sesiones correspondientes y ocurrió lo que esperábamos: se inició el proceso de impeachment, pero él permaneció en su puesto. No sé para qué vimos las sesiones en La Garita. Sabíamos que no iba a cambiar nada, y así fue. Cuando Nixon cometió sus delitos, los republicanos y los demócratas estuvieron de acuerdo en que había profanado el cargo de presidente y debía marcharse. Pero ese consenso de los dos partidos sobre el honor y la decencia ha desaparecido. Los republicanos han sido espectadores silenciosos mientras Trump convertía nuestro país en un hazmerreír cleptocrático.
Poco después de que volviéramos a California estalló la epidemia de coronavirus y los peores temores que todos teníamos sobre Trump se hicieron realidad. Hasta la covid-19, sus partidarios podían alegar la fuerza de la economía como prueba de que estaba justificado elegir a un promotor de campos de golf. Pero gobernar significa afrontar racionalmente y con seriedad las crisis, y Trump ha demostrado que un narcisista lunático que desdeña la ciencia, que no puede concebir el sufrimiento de ninguna otra persona que no sea él mismo, es incapaz de dirigir un país en un periodo histórico difícil. El coronavirus no fue real hasta que él lo contrajo; y como no ha muerto, desprecia las vidas de los que sí han fallecido. No se le ha oído decirlo, pero podemos estar seguros de que considera que los difuntos, como los soldados estadounidenses que murieron en acto de servicio, son unos “fracasados” y unos “pringados”.
Hace unos años informé sobre un mitin de Trump en Phoenix, Arizona. Como anticipo de su reacción autoritaria frente a las protestas de Black Lives Matter, la policía de Phoenix, al acabar la concentración, arrojó gas lacrimógeno contra miles de manifestantes (entre los que me encontraba yo). No hubo ninguna provocación, ninguna advertencia. Estábamos de pie pacíficamente detrás de una barricada y, un instante después, empezamos a ahogarnos por culpa de un gas amarillo prohibido por la ONU incluso como arma de guerra. Al día siguiente entrevisté al senador Jeff Flake, uno de los pocos republicanos de las dos Cámaras del Congreso que se había opuesto a Trump y que, por su deslealtad, se vio obligado a retirarse del Senado. “Es una especie de fiebre”, dijo a propósito del trumpismo. “Pero un día, la fiebre bajará”.
Gran parte del resto del mundo, y por supuesto España, ha tenido históricamente relación en mayor o menor medida con el autoritarismo. Pero Estados Unidos —y esto es importante destacarlo— nunca ha tenido un presidente autoritario. Incluso los presidentes que procedían de las fuerzas armadas, como Ulysses S. Grant y Dwight D. Eisenhower, han sido muchas veces los que más criticaban y desconfiaban de todo lo militar y del peligro de politizarlo. En general, los más peligrosos han sido los diletantes como George W. Bush y ahora Trump. Este último ha utilizado el ejército, la Guardia Nacional, la policía local e incluso a agentes federales de paisano para intimidar a los manifestantes. “Fuerza aplastante. Dominio”, tuiteó el 2 de junio sobre la represión de las protestas en Washington, la noche después de que hubiera ordenado dispersar con violencia a los manifestantes para poder posar con una Biblia en la mano.
Estos horrores no han disminuido el apoyo que le prestan sus fieles seguidores. En la mayoría de las democracias liberales —espero—, esas tácticas despóticas significarían el final de su presidencia. Pero lo que ha puesto de manifiesto el mandato de Trump es que, en realidad, muchos estadounidenses no están comprometidos con la democracia. Están entregados a mantener el orden y el statu quo. Después de la elección de Trump, los sociólogos descubrieron que el principal rasgo que compartían sus partidarios no era la afición al maquillaje anaranjado y el tinte de pelo amarillo, sino el gusto por el autoritarismo. Preferían a un líder fuerte y autocrático antes que el proceso de construcción de consensos, a menudo lento y caótico, inherente a la democracia. Preferían la sencillez, la rigidez y la obediencia. Hasta que llegó a la presidencia, nunca habría dicho algo así, pero ahora estoy seguro de que al menos la cuarta parte de nuestro país preferiría una autocracia trumpiana permanente que una verdadera democracia.
Hay mucho trabajo por delante, empezando por la educación. Son demasiados los estadounidenses que, en realidad, no comprenden la democracia ni la seriedad del arte de gobernar. Desde hace décadas hemos mezclado tanto la fama y la política que la mayoría de la gente no distingue entre las dos cosas. En el primer mitin de Trump al que asistí, en plena campaña, en un aeropuerto de Sacramento, los asistentes se quedaron deslumbrados al ver llegar al personaje de los reality shows en su avión privado. Se rieron de sus chistes y le hicieron fotos con su gorra roja. No hubo nada remotamente parecido a una discusión seria sobre temas importantes o sobre la Administración. Más bien, se dedicó a hablar mucho rato sobre uno de sus campos de golf.
No tiene nada de malo que la gente vaya a un aeropuerto a ver a un personaje de televisión. Pero votar para que él dirija el país es señal de que no sabemos lo que es gobernar y de que no nos tomamos en serio a nosotros mismos, nuestra nación ni nuestra historia. Y ese es un fracaso del que somos responsables todos como padres, educadores y ciudadanos. Ya seamos republicanos o demócratas, debemos considerar la labor del Gobierno como algo noble y sagrado. Debemos recuperar el sentido de que todas las tareas de gobierno, sean grandes o pequeñas, deben llevarse a cabo con dignidad y sobriedad, que los líderes que elegimos deben ser los mejores, los más razonables, los de carácter más estable.
No necesitamos un Gobierno elitista, pero sí que sea competente, utilice la razón y respete la ciencia. Que en 2020 tengamos que recordar los principios de la Ilustración es trágico, pero así estamos. Que Estados Unidos acabe de obtener cinco premios Nobel más la semana pasada, mientras nuestro presidente rechaza el conocimiento científico, ¿qué es? ¿Tragedia o ironía?
El autor es escritor y gerente de la editorial McSweeney’s