Panegírico
Un adiós de recuerdos
Era el mes de agosto del 1971. Entré al aula y te divisé sentado en la primera fila de la clase. Quizás por eso reparé en la camisa mangas cortas que llevabas y el corte de pelo que dejaban ver bien, tu mirada pueblerina, pero escrutadora.
Llamabas mi atención participando en la clase con preguntas incisivas que pretendían ponerme en apuros, pero que demostraban tu interés en la materia. Pero el enfrentamiento alumno-profesor vino cuando en el primer examen parcial, te atreviste a cuestionar la existencia del Derecho Internacional Privado, que era la materia a estudiar.
Ahí entonces, la suspicacia se tornó en admiración. Y comencé a observar al joven que tenía fama de gran deportista y una profunda vocación por el derecho.
Para ese entonces, me desempeñaba como abogado auxiliar en la prestigiosa oficina de los hermanos Emmanuel y Wellington Ramos Messina, donde un día, por una de esas coincidencias de la vida, se me preguntó si yo estaba en disposición de entrenar un paralegal que había sido recomendado por un allegado a la oficina. Pregunté su nombre y me mostré complacido cuando supe que se trataba de Emigdio.
Durante largo tiempo, compartimos escritorio, uno frente al otro, y nos fuimos identificando en ideales y sentimientos. Comencé a incursionar de lleno en la política, pero ahí no me siguió, porque su mundo era el deporte. Siempre pensé que él era demasiado puro para la política.
Luego vino la época de formar familia. Yo casé y Emigdio también. Ariel, su segundo hijo es mi ahijado y Emigdio y Sonia bautizaron a Ana Cristina, la mayor de mis hijas. Los Esquea devinieron Valenzuela y los Valenzuela se convirtieron en Esquea.
Llegó el momento en que la política me mandó a las Naciones Unidas por casi dos años; pero seguido regresé, nos buscamos de nuevo para fundar nuestra propia oficina Esquea & Valenzuela que ya tiene 40 años. Pero, apenas dos años más tarde, una vez más, la política me sustrajo de la vida profesional por cuatro años y Emigdio se quedó solo al frente de esa recién nacida oficina, mientras yo me desempeñaba asesorando al Presidente de la República.
Luego, durante ocho años más, mientras yo compartía mi tiempo con la Cámara de Diputados y la presidencia del PRD, Emigdio se dedicaba en cuerpo entero a Esquea & Valenzuela. Felizmente, luego vinieron nuestros hijos Christian, Fran y Ariel a darnos una mano en las tareas profesionales.
Esta es señores, en grandes pinceladas, la historia de unas relaciones que comenzaron como profesor-estudiante, siguieron como amigos y colegas y pasaron por una sociedad, hasta terminar en una granítica hermandad que se perpetua en nuestras familias y nuestros hijos.
¿Pero por qué el discurrir de estas relaciones se desarrolló de esa manera? La única explicación está en la calidad humana que siempre adornó a Emigdio: La solidaridad, la tolerancia y el respeto a los demás, fueron dones que nunca lo abandonaron.
Sin embargo, esas no fueron las mayores virtudes con que Dios favoreció a Emigdio. Donde él llego a lo sublime, fue en el amor a su familia. Confieso que nunca había conocido a una persona que amara tanto a su familia. Una familia numerosa por la cual se preocupaba y con la cual compartía penas y alegrías. Recuerdo que, siendo aún estudiante, me invitó a San Juan de la Maguana a conocer a sus padres y algunos hermanos que entonces vivían en esa ciudad.
No solo se preocupaba por la salud de sus padres y hermanos, aunque fueran mayores que él, sino hasta de los cuñados y sobrinos. Yo aprendí a querer esta familia por la devoción que Emigdio le profesaba.
El sentido de la amistad, era proverbial en Emigdio. Los amigos de su infancia en San Juan, siempre gozaron de una distinción especial. Nunca los discrimino ni permitió que se dudara de ellos. A veces llegué a creer que se trataba de verdaderos familiares.
Pero también los amigos que cultivó en Santo Domingo, tanto en la universidad como en los deportes y los tribunales, gozaron de un trato exquisito de su parte y hoy lamentan su partida. Muchas son las llamadas y notas de condolencia que he recibido desde el país y el extranjero, de quienes lo conocieron y trataron.
Todas esas cualidades complementaron la figura de quien, sin lugar a dudas, fue un ser excepcional. No obstante, su verdadera vocación penduló entre el derecho y los deportes. A pesar de su escasa musculatura, fue un prospecto del Baseball, llegando a representar a la República en unos juegos juveniles celebrados en Colombia. Lo mismo sucedió con el Softball, donde al igual que en el Baseball, tuvo fama de jonronero.
La pasión y el conocimiento de las disciplinas deportivas, hicieron que, siendo todavía universitario, mantuviera una columna semanal de ese género en el periódico El Nacional. Más tarde, ya en la adultez, su presencia en los campos de Softball era constante. Esa entrega deportiva, le llevó a ser miembro del Pabellón del Deporte Dominicano durante 15 años, del cual renunció por un asunto de principios.
Emigdio cultivo el derecho como una razón de vida. Sus razonamientos jurídicos sentaron criterios que sirvieron para no pocos jueces motivar sus sentencias. Sus escritos sobre el derecho llenaron las páginas de periódicos y revistas y eran seguidos por los estudiosos de esta materia.
Pero sus temas no solo eran de carácter legal, sino que también escribía sobre los principios que debían complementar la vida familiar y social. Escribió una vez, un artículo de corte psicológico digno de una antología, que denominó: “Vendimos la casa, más no el hogar”. Ahí describía el sentimiento de los hijos al vender la casa familiar luego de la muerte de los padres.
Su primer libro con el título “Entre el Derecho y la Vida” recoge gran parte de ese legado jurídico-social que tanto le preocupó.
Esa misma inteligencia que lo motivaba por las cosas humanas, le advirtió que sus facultades venían menguando y un día, se decidió por escribir su última obra que llamo “Vademécum Jurídico”, en la cual quiso dar a los futuros abogados, sus impresiones y vivencias de la carrera de abogado. No olvidaré que me dijo: “Esto es lo último que voy a escribir” y así fue.
Señores, estamos enterrando un hombre que pasó por este mundo aportando a su familia y a la sociedad. Que vivió y murió –como él decía- “con el apuro del que tiene tiempo”. Que no hizo daño ni se regocijó nunca, del dolor ajeno. Que asumió su realidad con estoicismo y aunque no tuvo vocación religiosa, nunca renegó de Dios ni de su misericordia.
Estamos dejando aquí, el cuerpo de Emigdio, pero su alma se queda con nosotros, para que nos sirva de ejemplo de padre, esposo, amigo y ciudadano.
Descansa en paz, querido amigo, socio, compadre y hermano. Descansa en paz en tu muerte, Emigdio, porque tú te ganaste esa paz, viviendo en guerra contra todos los males de este mundo.