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No vimos bastantes muertos

El autor en tiempos de corresponsal de guerra.

El autor en tiempos de corresponsal de guerra.

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ARTURO PÉREZ REVERTEMADRID, ESPAÑA

Una de las lecciones que aprendí en los veintiún años que pasé pateando la geografía de las ca­tástrofes, es que donde no hay foto, donde no hay imagen que mostrar, no hay reacción. Si no enseñas, no conmueves; y además, la gente cree que el drama no va con ella, o que ocurre demasiado lejos como para preocuparse, o que eludir la realidad la pone a salvo. Sobre eso y otras co­sas relacionadas escribí hace tiempo una novela titulada El pintor de bata­llas, quizá la más personal y descar­nada de cuantas he escrito en estos treinta años, pues tiene poco de fic­ción y mucho de realidad. Recuer­dos, remordimientos y fantasmas personales.

Ocurrió muchas veces cuando era reportero: la lucha diaria, crónica a crónica, telediario a telediario, entre los que estábamos allí, donde fuera, queriendo mostrar el horror para sa­cudir conciencias y provocar reac­ciones, y la censura de ciertos jefes empeñados en que no fuésemos de­masiado explícitos en lo que mostrá­bamos. Sangre, pero no demasiada. Muertos, pero pocos y de lejos. No hiramos sensibilidades, decían. No seamos morbosos, etcétera. No le estropeemos la negociación a Javier Solana, el pacificador de Europa, porque hoy le toca besarse en la bo­ca con Radovan Karadžic. Y aquellas maneras de hace tres o cuatro déca­das condujeron a hoy, cuando sale un presentador o presentadora de te­lediario con cara muy seria, dice gra­vemente «les advertimos de que van a ver imágenes muy duras», y acto seguido, en una información sobre el zambombazo de Beirut, te enseñan una manchita de sangre en el suelo, una señora llorando y un par de fére­tros a lo lejos. Los muy imbéciles.

Ha vuelto a ocurrir, y seguirá ocu­rriendo. Durante los meses de pan­demia que llevamos en el currícu­lum, el horror ha galopado a lo largo y ancho del mundo, España incluida, y supongo que seguirá haciéndolo durante un tiempo más –el día que me alcance a mí se darán cuenta, porque escribiré en Twitter Váyan­se todos a la mierda–. Sin embargo, las imágenes cercanas de ese horror nos han sido cuidadosamente aho­rradas por las autoridades encarga­das de que durmamos bien por las noches, no nos angustiemos dema­siado, no nos turben imágenes de­masiado duras en los periódicos ni los telediarios, hasta el punto de que una fotografía de prensa que mostra­ba ataúdes fue muy criticada en las redes sociales, por desconsiderada y

morbosa. Y eso ya no fue el gobierno, sino el público soberano. O sea, que no es sólo que el presidente Sánchez, el ministro de Sanidad y su fiable porta­voz Simón nos hayan estado vendien­do por dosis una normalidad y una seguridad que no eran tales, sino que tenían mucha razón al hacerlo, pues lo que la peña deseaba oír era precisa­mente eso. Que todo estaba bajo con­trol y que era cosa de cuatro días.

Todo lo demás se quedó fuera: fotos que no hemos visto de los ancianos que morían solos en residencias, do

lor de familias enterrando a familia­res de los que no podían despedirse, rostros enfermos y agonizantes, lá­grimas de esa vecina mía que en dos semanas perdió a su marido, a sus padres y se vio ella misma con su hija en un hospital. Los cuerpos amonto­nados en las morgues, la desespera­ción, la angustia, la muerte de cerca y en directo. Los resultados de la vi­da, en fin, cuando la naturaleza, que no tiene sentimientos, se muestra despiadada y mortal. Todo eso nos lo han escamoteado, ocultado a pe­tición propia; y en su lugar hemos te­nido a docenas de políticos contán­donos su puta vida en lugar de la verdad, empresarios perjudicados, médicos y enfermeras ensalzados como héroes pero al mismo tiempo amordazados para que no gritasen su horror y desesperación, viudas y huérfanos filmados de lejos para que

las lágrimas no salpicasen la lente de la cámara ni se oyeran sus gritos de dolor o cólera. Hemos aplicado a todo eso los filtros sociales de ri­gor, con el resultado de que cien­tos de miles de personas han creído que esto era un pequeño inconve­niente que les ocurría a otros, pasa­jero y relativo. Hemos olvidado, so­bre todo, que el ser humano es un animal tan estúpido que ni mos­trándole de cerca el horror, ni res­tregándole la cara por la sangre, es capaz de sentirse personalmen­te afectado. Hasta que le toca a él, claro. Hasta que llaman a la puerta y aparece el cobrador del frac y uno pone cara de gilipollas mientras su mundo, sus seres queridos, su vida entera, se van a tomar por saco.

No nos han enseñado suficientes muertos. Por eso todos estos me­ses de tragedia y dolor no han servi­do para un carajo. Y aquí estamos. Acabando agosto puestos de coro­navirus hasta las trancas. Protes­tando porque no nos dejan bailar en las discotecas.

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